sábado, 31 de julio de 2010

La Gladys

Hasta el año pasado (créame, estimado lector) no sabía quién era Kukuli Morante. La conocí debido a un reemplazo temporal en un puesto de profesora de teatro en el trabajo. Me pareció una chica muy guapa, inteligente, responsable y sobre todo trabajadora.

Al principio, no tenía idea de que Kukuli había encarnado a una de las sexys policías “Fénix” de una serie de ficción y menos que, hoy por hoy, encarna a “la Gladys”, el popular personaje del exitoso programa televisivo "Al fondo hay sitio".

Hoy que terminó su labor de suplencia, varios colegas reclaman que vuelva. Pero eso es imposible.

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La Gladys de este post, por supuesto, es otra. Se refiere a una niña menuda, de pelo cortito y ojitos de vicuña, (como una “Vane”, pero más chiquita) a quien conocí cuando rondábamos los 12 o 13 años. Ambos estábamos matriculados en el ICPNA del Centro de Lima; a donde (¡tiempos aquellos!) iba solito, sin miedo a los pirañas y rateros que ahora pululan por el Jirón Cusco cerca de "Hiraoka".
Nuestra profesora en ese ciclo era Sister Jeannette, una religiosa gringa, alegre y animosa con quien la pasábamos bien aprendiendo inglés y varias canciones blancas de “The Carpenters”. Fue en ese contexto en el que "la Gladys" se convirtió en algo así como "mi primera gran probabilidad” y más que eso, fue mi primera oportunidad para aprender que hay cosas que nunca se le deben decir a una dama, por más que ciertas que sean. La mala noticia es que esa lección me tomó mucho tiempo en aprender; el suficiente para hacer de ese error, un clásico recurrente en mi vida futura.
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Con "la Gladys" coincidimos en la misma aula dos meses y, antes del tercero, justo cuando ya me empezaba a gustar, me dio la noticia: “El otro mes no voy a estar en el horario de 11 a 1, me cambio al turno de 7 a 9 de la mañana...” 

Obviamente, al mes siguiente, con gusto me cambié de horario, aunque eso implicaba que saliera tempranito de mi casa, tomara la “71” (aquella gloriosa línea de ómnibus, marrón con amarillo, que eran de verdad “Lima – Callao)” y compartiera el bus con muchos señores, entre obreros y noctámbulos.

Cada sábado, entre las 6:30 y 6:40 a.m. bajaba en la mismísima Plaza San Martín y de allí caminaba feliz hasta el  local del ICPNA.
 
Mi sueño era  coincidir con la Gladys, día a día, “in sæcula sæculorum”, a través de todos los ciclos y niveles, para aprender el idioma de Shakespeare.

Según yo, todo indicaba que iba a ser así, hasta cierta mañana, cuando después de llegar primerito al salón (¡sempiterna costumbre la mía!) estaba sentado en mi carpeta mirando la puerta y "la Gladys" entró apurada, me saludó y pude ver en sus ojos “algo más que ternura”. ¡"La Gladys" tenía  los ojos llenos de legañas!

¡No le digas…! ¡Sí, dile! ¡No! ¡Sí! ¡Anda dile! ¡Total, es por su bien! 

Por varios minutos no hice más que pensar y pensar hasta que, pánfilo, pero con toda buena intención, señalando con mi dedo sus ojos, le dije: ¡Tienes legañas! ¡Límpiate!

Entonces se acabó todo. Hoy mi mente busca más recuerdos de la Gladys y no los encuentra. La puerta del castillo de su amistad se cerró, como diría Norita, “a piedra y lodo”. Ese mismo día se cambió de sitio lejos de mí y ni una sola vez, ni siquiera cuando pudimos haber participado en una “conversation” de grupo.
¡Ah, mi pequeña Gladys! ¿Dónde andarás? Yo por aquí, en el mundo, abriendo las gavetas de mis recuerdos y aún sin saber si te limpiaste o no las legañas de tus ojos…

Nunca más te dignaste a mirarme.

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