viernes, 31 de diciembre de 2010

Fiesta de promo - II

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Al día siguiente de aquel fatídico lonche, que terminó en una suerte de arreglo matrimonial, ni Zandrox (el parapsicólogo de moda), podría haber predicho lo que sucedería a continuación: Muy temprano por la mañana, empezaron las llamadas: “Aló, amiga… ¿está tu hijo,sí? Bueno, resulta que mijita, la… (¡Maldición!, no me acuerdo el nombre), quiere saludar a Edgardito.” “Aló, amiga… ¿ya se levantó tu hijo?… ¿pásamelo, sí? … Aló, amiga que Edgardito hable con miijita, mira que no hizo su tarea; tiene que aconsejarla…” “Aló, amiga… ponme con tu hijo…Aló, mijito; tienes que hablar bien con mi “Xxxxnita”… mira que no quiere tomar su desayuno… ¡Háblale, pues!”

Como otras veces, mi papá, hacía rato que notó que algo no andaba bien, y además, estaba estaba medio amoscado con las llamadas tempraneras. Así un día sentenció: “Oye vieja, ¿qué le pasa a esa señora?…Mi "tinca" que le están "haciendo corralito” a tu hijo.” Reconozco que al escuchar eso, me sentí como si fuera ganado; sin embargo mi madre (siempre confiada), lo convenció de que no había por qué preocuparse: “Ay, Gordo; tú siempre mal pensado.” Ante esto, sabiendo que era inútil discutir, mi papá simplemente añadió: “Ya, Fanny, ya. Pero el tiempo dirá.”
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La fiesta de promo estaba cada vez más cerca y era el tema de conversación de todos en el salón. Bueno, ¡de casi todo! Algunos seguíamos preocupados por el tema de las parejas, aún así lo disimulábamos hablando del asunto más importante para la mayoría: la pregunta era por qué no se había contratado a la orquesta de moda de entonces (la de “Carlinho”) y por qué teníamos que contentarnos con “Freddy Roland Orquesta y coros". La otra cuestión era la elección del local. El sitio escogido era el "Club de la Unión" de Lima, que todavía por aquellos años era un lugar muy caro, exclusivo y elegante, lleno de lámparas de bronce, alfombras, puertas altas y escaleras enormes de mármol…

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Cuando por fin llegó el sábado 13 de diciembre, día de la fiesta de promo, estaba súper nervioso y angustiado; ya no tanto por la pareja (en eso estaba resignado) sino por otras cosas simples. Como por entonces ya empezaba a hacerme bolas con tonterías, pensaba y repensaba cómoi ba hacer para cumplir con dos tareas importantísimas; la primera, ponerle el "bouquet" a “mi pareja” (como hasta ahora no me acuerdo tu nombre, te llamaré así); y la segunda, ver cómo hacía para no olvidar los dos únicos pasos de baile que sabía y en en los cuales había sido asesorado personalmente por mi madre: “¿El bouquet? Bien fácil, hijo. Se lo pones en una tira del vestido, ¡y listo!. ¿Para bailar? Más fácil todavía: A ver, suéltate… ¡suéltate, oye!… ¿no te pongas tan duro, pues! ¡Ay, Edgardo! ¡Igualito a tu padre eres!"

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Muy cumplidos, con mi papá como chaperón, (y también nuestro chófer) fuimos en nuestro carro a buscar a “mi amada”. Al llegar a su casa, bajé, toqué timbre y esperé. Uno, dos, tres, cuatro minutos y no respondían; de pronto, escuché la voz de su madre en el intercomunicador: “¿Llegaste, mijito? ¡Por fin! Espera afuera, no más".

Y así lo hice, me puse de pie frente a la casa. De pronto, se encendieron todas las luces, se abrió el portón del “carport” y, por una escalera que salía desde el segundo piso, empezó a bajar despacito "mi dama". ¡Sólo faltaba una fanfarria y un criado con librea que la anunciara! La miré con cuidado y aunque al principio no la reconocí tras el kilo de maquillaje, después me dije: ¡Sí es ella! ¡Pobre chiquita! Pero finalmente, eso no importaba; ahora debía pensar en las tareas urgentes: la primera ¡Ponerle el bouquet a la niña! “Ho... hola, Pa.. pareja -balbuceé- a ver… creo que tengo que poner… estoooo… aquí… mmm… ¿dónde?.. ehhh… no sé… a ver… ” Y es que me encontraba ante algo imprevisto; resultaba que el vestido de la nena era un strapless, ¡no tenía tiritas! Felizmente, la doña, que venía detrás de su hija, salió al rescate y evitó que mancillara a la doncella; pues mis manos temblorosas estaban a punto de enganchar la bendita flor en otra parte, una peligrosamente cerca del lugar donde alguna vez se desarrollaría "algo" en el impúber cuerpecito de mi pareja, la Xxxxxxta.

“¡Ya está!” Ahora, Xxxxxita, entra no más al carro. Y tú, mijo, me la cuidas, ¿ya? ¡Que la cuides te digo, mira que es una niña! Pero, ¿no ves qué bonita está?  Bailen mucho, ¿ya? ¡Qué linda estás, mijita! A ver… tu peinado… ¿La ves bien, mijo?” En ese rato, no sabía qué decir, y mis ojos solo iban de la doña a mi padre; esperaba un gesto o algo d él; sin embargo, su silencio era elocuente. En realidad, sabía que estaba haciendo un gran esfuerzo por quedarse callado, porque cuando por fin la doña dejo de hablar un ratito, todo fue una sola cosa: entre encender el auto y tratar de pisar el acelerador.. “¡Espere, don Carlitos!!! ¡Un ratito!”. Mi padre apagó el auto y esperó. ¡Bien educado eras, papá!) Entonces la doña ingresó cual flecha a su casa, y a los pocos minutos volvió con una tacita de café y una pastillita. “Toma, mijita; para que te animes. ¡ahora sí! Ya, don Carlitos…. Ya… Uy, ¿está apuradit...? ¡No corraaaa!” (El carro raudos había dado vuelta a la esquina.)
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Ingresamos al club. ¡Se veía súper elegante! Entramos al salón y rápidamente nos sentamos para ver el ‘desfile’ de mis compañeros con sus respectivas parejas. Era curioso que, mientras yo había entrado con mi ‘ñañita’ casi a ‘paso de polca’; los que recién llegaban se tomaban su tiempo, más todavía si su eventual acompañante era rubiecita o una chica “bien entrada en cuerpo”; éstos se demoraban a propósito para constatar que todos los hayamos mirado. Tenía que ser así, lo sé ahora; es un comportamiento grabado en una de las partes más primitivas de nuestro cerebro masculino.

De pronto, la orquesta empezó a tocar y mi parejita ni se inmutó, seguía bien tranquilita sentada a mi lado. “Primero vamos a mirar, Xxxxna, ¿ya?.”-dije, usando por vez primera mi terrible “estrategia para fiestas”, (¿recuerdan a “R”?) Estábamos en eso cuando llegó la primera ronda de tragos cortos. Cada uno tomó un vasito pues de todas formas había “Parental Guidance” en el salón continuo. Yo sorbí poco. "¡Es algarrobina!" -le dije, pero ella, la Xxxxxita, ¡ya había vaciado todo el vaso!

La banda arrancó otra vez y mi amigo Percy, “el Mono”, me gritó: “¡Oye! ¿Para qué has venido? ¡Baila pues! "Ni modo", me dije. “¡A la tarea número dos!” Saqué a mi parejita y empecé a ensayar con ella, al son de un interminable potpurrí tropical de casi 15 minutos, los dos únicos pasos que sabía.  De pronto, sentí que todos me miraban, se reían y cuchicheaban. Pensé que decían lo mismo que escuché cuando entré con mi pareja: "¡Robacunas! ¡Abusivo!. Pero no, no se trataba de eso. Mi amigo "el mono" me alertó, tal parecía que mi pareja había caído en trance. Se alocó tu niñita -me decían. La chiquilla, mi pareja, la Xxxanita, se había soltado, ¡pero demasiado! Se movía como loca y no me escuchaba ni me hacía caso para que dejara de moverse. Así fue hasta que de pronto, se detuvo y dijo con voz bajita: “¡Me siento mal!”
Como mi padre estaba en el salón de al lado, lo buscaron y al entrar en el salón, me dio un empujón (yo estaba sin saber qué hacer) y con la ayuda de una madre de familia se llevara a la Xxxanita, mi pareja a un baño. Entonces, terminó la fiesta para mí. Salí del salón a otro continuo y al rato, trajeron a la niña cerca a donde estaba y la acostaron. Allí me quedé, escuchando de lejos a la orquesta del buen Freddy que tocaba con furor, y mirando a mi parejita, la Xoxanita que dormía sobre un mueble arropada con el saco de mi papá.

¡Espera y cuida a la chica! - me dijeron; y así lo hice durante todo el resto de la noche, mientras que tras los vidrios de la puerta veía las luces y las siluetas de mis amigos bailando. Entonces medité y me dije: “En realidad, me salvaste, Roxanita” ¡De verdad que sí!


miércoles, 29 de diciembre de 2010

Fiesta de Promo - I

- Intro -
Debía asistir a la “Fiesta de Promoción”, ¡no tenía escapatoria! Estaba en juego no solo mi honor, sino también mi dignidad como estudiante "lasallista”, miembro de aquel grupo de mozalbetes de la "promo Tricentenario”.

La verdad no tenía muchas ganas de asistir. De hecho, no quería ir por dos poderosas razones: Primero, porque ya por entonces era consciente de que sufría el “síndrome de los dos pies izquierdos” y, además, por algo más bien prosaico pero igual de fuerte: ¡No tenía con quién ir!

Así desde el inicio, la cosa se pintaba mal; más aún cuando en el horizonte no se divisaba ninguna candidata: No tenía ninguna amiga, vecina o quizás alguna prima que, bien aleccionada, pudiera hacerse pasar como mi chica “de turno”, "enamorada" o “peor es nada”. ¡Estaba perdido! Y lo peor es que ya desde los finales de los 80, ser un muchacho de 16 años que no sabía lo que era ir a fiestas, era una especie de "bicho raro", sino un "caso perdido". De hecho, tener varias fiestas al mes era normal para varios de mis compañeros; les daba un cierto estatus frente a los demás; les otorgaba algo así como un halo de “éxito”, algo que hacía que todos alucinasen que eras lo suficientemente "crecidito" para participar en esos espacios donde se ensayaban los "rituales de cortejo".
Entre los chicos de la "promo", se sabía quiénes iban a fiestas y quiénes no; se conocía también quiénes llevaban diferentes chicas cada vez y sobre todo, quiénes se atrevían a llevar chicas un poco mayor que ellos; finalmente para todos eso constituí un "plus" enorme, sobre todo si conseguían salir con las chicas "más dotadas’ para lucirlas y lograr que los demás muriésemos de envidia. Quienes "lograban eso" eran admirados y se colocaban en la cima de la pirámide de nuestro grupo, se convertían en los “más más de la jornada”, eran los "machos alfa" de la manada… Y eso, era algo bueno… ¡muy bueno!
Pues bien, teniendo cerca mi “Prom party” y sin pareja en a la vista, solo podía confiar en la Providencia. Y la providencia "se hizo carne" y actuó.  Fue, para variar, mi buena madre quien se convirtió, (sin querer queriendo) en su "instrumento" (ahora, no sé si de salvación o de perdición). En realidad, la cuestión empezó de una manera simplona y aparentemente inofensiva.

Cierto día, mi mamá regresó a casa diciendo que en el hospital se había encontrado con una antigua amiga. (Hasta ahí, yo tranquilo, pues eso no tenía nada que ver conmigo) Sin embargo, a las pocas semanas, cuando me pidió que la acompañara a visitar a la susodicha amiga porque “había alguien a quien yo debía conocer”,  fue cuando la cosa cambió y empezó una historia de lo más disparatada.

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Los únicos discos de 45 RPM de “Los Beatles” que alguna vez tuve entre mis manos fueron algo así como el “anzuelo” que me enganchó con una chica... Esa misma que "debía conocer” y, para más señas, la hija de la “reencontrada” amiga de mi madre.

Aunque a esta señora, mi mamá no la había visto por más de una década, rápidamente se hicieron muy cercanas y de pronto, empezaron las visitas a su casa. En una de esas visitas fue cuando mi madre me llevó.

La casa era enorme, “de tres pisos, cinco habitaciones, espacioso “carport” y acogedora salita de estar”, todo eso en las palabras de la misma doña quien describia su casa como una agente inmobiliaria.
Cuando ya estábamos instalados en la sala, yo me me hacía la idea de que pasaría la tarde escuchando la clásica conversación de dos viejas amigas, ¡pero me equivoqué! (¿Es que todo había estado "fríamente calculado"?)  No lo sé; lo que recuerdo es que, ni bien me senté, nuestra anfitriona llamó a su hijita, una chica cuyo nombre no recuerdo (o no me quiero acordar) quien se encontraba “reposando en sus recámara”. “¡Mijita, ven! Ya llegaron.”  y, al instante, apareció una esmirriada niña de 11 o 12 años, con un vestidito colorado, medias blancas a la rodilla y zapatitos de charol; llevaba en la mano algo que me llamó la atención; eran varios discos "chicos" y, entre ellos, (¡oh maravilla!) divisé clarito uno con etiqueta negra que decía “Los Beatles” ¡La pequeña había dado en el clavo! Pero, ¿cómo había acertado con mis gustos? ¿Era casualidad? Para mí sí lo era, "¡Qué suerte!" -pensé entonces... ¡Cuán ingenuo era!

Ni bien la pequeña se presentó, ensayó la mejor de sus sonrisas y dirigiéndose a mí, me puso delante los discos de ‘Los Beatles’ y dijo: “Hola, mira, son tres.” Y, efectivamente, eran tres discos de 45 revoluciones, dos de ellos con los “lados B” de temas poco conocidos: “Thank you girl” (Lado B de “From me to you”) y “Ill get you” (Lado “B” de “She loves you”). El otro, (¡una verdadera joya!) tenía las versiones en alemán de dos grandes éxitos: “She liebt dich” y “Komm giv mir deine hand”. Con suerte, esas canciones solo se podían escuchar en alguno de los programas “Beatle" de Radio Miraflores o Panamericana; sin embargo ¡ahora los tenía allí, al alcance de mis manos! Entonces no me daba cuenta, ¡pero la trampa estaba funcionado!

“Ya chicos, usen el "cuadrafónico" no más”- dijo la señora. Y la niña, ni corta ni perezosa, fue rapidito hacia el equipo y puso primero los discos de ‘Los Beatles’: “I’ll get you, I’ll get you in the end” Yo: “Mmmm… ¡Qué paja!…Esteeee, niña, ¿cómo hago para tenerlos? ¿Me los prestas? Tengo mi grabadora. Los puedo grab...” “No sé -me interrumpió-  son de mi mamá y ella no va a querer. Mejor un día yo voy a tu casa, los llevo y así los grabas. No te los puedo dar… Son discos “Odeón” de Chile…” Por cierto, me olvidaba, tanto la madre como su hija eran oriundas del país del sur, y por eso, después de esa última frase, cargando aún ese terrible y no reconocido sentimiento de inferioridad que tenemos los peruanos; me quedé mudo… Solo tres años, después y gracias a IEMPSA (valerosa empresa peruana), se pudo desagraviar a los beatlemaniaticos cholos, cuando editó esos y otros “B sides” en el LP “Rarities”…. Pero, volvamos a la historia.

Sin más argumentos, la flaquita, (no sé por qué no recuerdo tu nombre), comenzó a visitarnos asíduamente junto a su madre. Cada vez que venía, “against all odds” (como diría Phil Collins), mi mamá, feliz, me “daba permiso” para usar el tocadiscos “Dual” de la “sacrosanta” radiola “Emerson”, ¡sí! la misma que nadie sin Libreta Electoral podía usar en casa… La chiquilla traía muchos discos 45’s, y obviamente, los tres de ‘Los Beatles’ cuidando, eso sí, de no dejarlos nunca… ¿Ese era su “gancho”?

En realidad, ahora que lo pienso, no la pasaba tan mal con ella, me gustaba mucho compartir mi afición por la música con esa niña;  aunque, en el fondo, he de reconocer que sentía que algo raro se cocinaba… Algo parecido me sucedió más de un cuarto de siglo después, con otro personaje, al que hoy solo agradezco el haberme hecho conocer el buen jazz.
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Sucedió en una de aquellas tardes de solaz musical en mi casa, cuando mi ‘amiguita’, la “Long tall Sally”, la flaquita, trajo el último disco de moda: un 45’ del Sello “MAG” (sello bien peruano) y mal llamado “Disco Hindú" (pues Nazia Hassan no era de la India sino de Pakistán). “Pónlo" - me dijo- "es lindo”. Y yo, obediente como siempre, coloqué el disco en el tornamesa. Por los parlantes sonó una melodía disco poderosa, llena de color y de matices hindúes. Y, cuando el potente sonido de los 8 altavoces de la radiola llenó la sala, mi delgaducha amiga (la sin nombre, hasta ahora) me dijo: “Siéntate aquí y mírame”. Dócil, me senté y ella, igualita a la figura de la tapa de un libro llamado “Salomé” (sí, papá, había leído ese libro "prohibido" de tu biblioteca), sin más ni más, empezó a danzar para mí…
Fueron 3 minutos y 28 segundos de turbación frente a esa chiquilla, quien precursora de la colombiana Shakira y sus “Ojos así”, se deshizo en movimientos de unas caderas que no tenía. Pero a ella, eso la tenía sin cuidado, bailaba despreocupada mientras me miraba con ojitos sonrientes. Nadie nos molestó, nadie apareció; solo cuando terminó y mientras yo seguía con la boca abierta, entró  la doña, su madre, diciendo: “No sé cuantita, mija”… (¡Perdón! Aún no me acuerdo como te llamabas.) “¿Estás bien, mamita?, y ella: "Sí, mami…”, entonces, dirigiéndose a mí, preguntó: “ Y tú, mijo, ¿la estás pasando bien?” Yo, azorado, sólo atiné a cerrar la boca.

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Tras mi sesión privada de danza, ¿cómo imaginar lo que vendría a continuación? Estábamos tomando lonche y yo seguía medio abochornado. Entonces, la doña soltó "La Pregunta": “Y, Edgardito, mijo,  ¿ya sabes, con quien vas a ir a tu fiesta de promo? Tu mamá me ha dicho que no tienes a nadie”; y yo: “Esté… no sé…” (¡Te pasaste, mamá!). Y la doña: “Pero, no deberías preocuparte, mijo… estate tranquilo, puedes ir con mi Xxxxnita… ¿Tú, qué dices, Fanita…? Pero no, no me digas na’; y no me tienes que agradecer… Ya está… ¡vas a ir con mijita!”, y yo: “Pero… pero…” y mi mamá: “Ay amiga, gracias”, y la doña: “¡No hay problema! Con gusto; ¡vas a ver que mi Xxxxnita va a estar bien bonita! Ah, ya me la imagino, linda con su vestido blanco…Tú, amiga ni te preocupes”.

Claro, si el que tenía que preocuparse era yo. ¡Ni modo! ¡Mi suerte estaba echada!

Mamá, esa no te la perdoné; aun cuando por entonces, en realidad me imaginaba que la doña me estaba quitando un peso de encima… ¡Qué tonto era! Si la cuestión era exactamente al revés…

https://retazosdevidaenclavedefa.blogspot.pe/2010/12/fiesta-de-promo-ii.html


viernes, 24 de diciembre de 2010

De ver y oír - De oír...

-Tú, otra vez-

¿Y el oír?, la mayoría de mis hijas son como su madre, ‘de oídos sensibles’. Por eso, algunas veces, hasta la música a un volumen discreto para mí, puede convertirse en una molestia para ellas. Aún eso, amante confeso de la música y agradecido a la vida por cada nota que llega a mis oídos, mantengo mi afición.

A través de la música, me parece, fue como hicimos una conexión. Curiosamente, un año antes cuando nos cruzábamos, no había mayor sintonía, tú te mostrabas muy seria, extremadamente educada, a la defensiva; y yo, que no me quedaba atrás, hacía lo mismo. Ahora lo lamento, ¡hablamos tan poco de tanto que pudimos haber hablado! Aún así, y gracias a la casualidad, la música permitió alisar las aristas; “depusimos las armas” y pasamos de una relación tensa a otra de más confianza, todo a partir hablar sobre canciones y sentir lo gratificante que resulta compartir lo que a uno le apasiona.

De esta forma, igual como con caso de ‘ver’, gracias a ti, se mostró un nuevo universo de sensaciones para el ‘oír’. Aun cuando fue por muy pocos meses, pudiste mostrarme que en la música siempre existe algo nuevo y, a pesar que uno a veces se resista, si la persona sabe transmitir su entusiasmo, uno podrá entender y apreciar nuevas posibilidades. Me había sucedido antes con mi amigo HARC, quien me enseñó a apreciar las composiciones clásicas. En este caso, gracias a ti, amiga, aprendí a oír mejor, no solo otras nuevas melodías, sino que pude valorar letras potentes y maravillosas que las complementan. Resultó un buen ejercicio para mí, no solo oxigenó mi espectro de intereses musicales, sino que proveyó de espacios nuevos de solaz, aunque hoy también de pena al escuchar por ahí algunas canciones que quedaron grabadas en mi mente, las cuales, de vez en cuando reaparecen para hacerme notar tu ausencia.

Así pues, amiga, contigo aprendí a ver más claro y a oír mejor. La verdad, no lo esperaba, pero como la vida es impredecible, la oportunidad se dio y le agradezco a Dios por haberte conocido. Hoy, a pesar de los años que han pasado, te doy las gracias por haberme hecho descubrir que el mundo guardaba aún colores nuevos y armonías que debían ser escuchadas con atención; pues, hasta en las voces cascadas de algunos cantantes y en los arreglos simplones de otros, sabían esconderse versos que son ahora el mejor refugio de mi tristeza y el consuelo de mi soledad…

Gracias pues, amiga, aunque no fuiste en realidad una, sino que resumiste a “esa chica” de la que hablan cientos de canciones, a esa que uno conoce muy tarde, solo para convertirse, como dice una canción hoy casi olvidada, en una ‘chica del adiós’.

A pesar de eso, dejaste huella, amiga… De verdad, lo hiciste.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

De ver y oír - De ver...

-Tú-
Hace mucho tiempo atrás, cierta vez me preguntaste: “¿Qué preferirías perder, la vista o el oído?” Como por entonces no te conocía mucho, aun cuando muy dentro de mí pensaba que era una pregunta sonsa, igual me imaginé que debía decirte algo ‘inteligente’ y finiquitar así el asunto. La verdad, no imaginé tu reacción: Si dejarme siuiera decir una palabra, de inmediato, soltaste una carcajada y me dijiste entre risas: “Oye, no pienses mucho, es una tontera… En realidad a nadie le gustaría perder ninguna… Solo te pregunto para que a tu vez te preguntes otra cosa: Si ya has aprendido a ver y oír...”

Me quedé callado. No te miento, pensé que estabas medio loca y, peor aún, cuando a continuación, empezaste un largo soliloquio que, tiempo después, recién pude apreciar: “Seguro que te pusiste a pensar cómo sería la vida sin colores. ¡Triste, no! Igual como si un pintor poco a poco quedra ciego… ¿Ya tú sabes lo que le pasó a Gauguin allá por la colorida Polinesia?... Bueno, creo que recién te estás dando cuenta lo prodigioso que resulta el efecto de luz con los objetos… ¿Recuerdas la teoría del prisma? ¿Te acuerdas de lo que te hablé de Jorge Eielson? Bueno, ahí había aparte del color, estaban los nudos, ¿te acuerdas?(…) No pues, tú no sabes mucho de pintura… Pero, ¡cómo te explico! ¡Ah!, lo debes haber comprobado solo con las fotos… ¿Te has dado cuenta cómo hasta las cosas más sencillas se fotografían mejor a pleno sol?” Efectivamente, ahí estarían las bonitas fotitos que un tiempo después, durante el verano, tomaría con la modesta camarita de ‘mi’ también modesto celular. Cuando las enseñé, ¡muchos no me creían!

Así pues, amiga, mientras hablabas, no podía evitar contagiarme de tu entusiasmo y daba gracias a Dios por el regalo de la vista. Lo cierto es que me hiciste entender de manera distinta, cómo trabajan de nuestros ojos cuando ‘traducen’ la luz… Ahora entiendo que era tan fuerte tu necesidad ‘de ser artista’ que te desesperabas porque te comprendiera, por eso seguías hablando… Quizás, quienes me lean ahora piensen que tu discurso no tenía nada de extraordinario… ¡Puede ser!; al final, ver es algo tan natural para muchos; sin embargo, había en ti algo más, algo nuevo que se escondía detrás de su vehemencia que estas líneas no pueden evidenciar. Tú, amiga, hiciste que en cierta forma, mirara mi deredor de manera diferente; lograste hacer que valorara el simple hecho de que la luz que rebota por doquier hiriera buenamente mis ojos. Me ayudaste a encontrar que, hasta en lo grises de Lima, siempre hay algún matiz inesperado que lleva oculto un sentimiento… Esa era tu manera de ‘ver’, de mirar con los ojos del alma, lo cual para ti, amiga, significaba descubrir una impresión, una huella, una emoción en lo que te rodea… Esa era tu gran virtud y a la vez tu refugio.

Así fue que aprendí a ver mejor; y eso, a pesar que la presbicia ya había empezado a hacer mella en mi visión, me logro sorprender y eso es un mérito, ¿no?

sábado, 18 de diciembre de 2010

De ver y oír - Introducción


Hoy no quiero escribir. Diciembre suele ser un mes duro, un tiempo de despedidas… Han pasado años y hoy sin querer vuelvo a recordar tu partida…

Quienes dicen adiós reaccionan de diferente manera: Muchos simplemente quieren pasar inadvertidos y desaparecer sin decir una palabra a nadie; otros, sin embargo, hacen uso de una extraña potestad que trae consigo la despedida, se expresan con la prerrogativa de hacerlo con total libertad pues ya no tienen nada que perder.

Hace unos días escuché decir a Don Julio que son en estos momentos cuando uno aprovecha para hablar con el corazón para que lo entiendan con el corazón; creo, sin embargo que él siempre habló con la mente para que (muchas veces) lo entendieran con el corazón. Eso, como bien apunta Norita, se llama hablar ‘en lenguas’.

De todas formas, sea que digan algo o no, sucede que quienes nos dejan, jamás podrán adivinar lo que sin saberlo, supieron sembrar en nosotros y, los que quedamos, no podremos evitar el prurito de sentir que nunca valoraremos tanto a quien se retira como cuando nos dice adiós…

Pero hoy, no diré más… si me permiten, ya la otra semana… ¿ok?

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Yo tengo la magia...

A raíz de haberme atrevido a compartir estos sencillos escritos, alguien me preguntó qué tanto de cierto había en lo que he publicado… Atrevido, cual trabajador de alguna empresa investigadora de medios, lancé mi repuesta: “Matemáticamente hablando, digamos que un 95%.”

En realidad, no sé cuánto de lo que escrito es químicamente puro o cuánto se ha contaminado de lirismo, fallas en mi memoria o hechos que inconscientemente se han perdido en algún vericueto de mi mente. De todas formas, he descubierto que es mi prerrogativa escribir las cosas como las recuerdo. Es el ‘derecho’ que asiste a quienes se lanzan a poner sus recuerdos en blanco y negro, aunque sean sencillos escritos como los de este blog. Eso, tal cual cantaban Mónica y Almendra, es algo así como decir: “¡Yo tengo la magia… yo tengo el poder!”
Así pues, ahí voy otra vez: Habían pasado tres días desde que lo increíble había vuelto a suceder, una chica me había aceptado para salir y sentía que la vida me daba una nueva oportunidad. Pues bien, a los tres días en que algo empezaba, ella debía irse de viaje. En realidad era un viaje con gente de su trabajo que habían programado para Fiestas Patrias. ¡Estaba todo previsto y era imposible dejarlo!

-Ella: ¡Me voy el viernes!-Yo: ¡No te vayas!-Ella ¡Me voy! ¡Ya pagué todo!-Yo: Pero…
-Ella: ¡Tengo que irme! ¡Tú sabes!-Yo: Sí, pues.
Recién empezaba ese ‘algo’ entre ella y yo y el tiempo de vacaciones de medio año habría sido propicio para tener más tiempo para nosotros y justo sucedía esto: ¡Teníamos que separarnos por una larga semana! ¿Qué podía hacer? De pensar en los días, ya sentía su ausencia.

Por entonces tener celular era carísimo; sin embargo, ya estaba disponible la Internet y el ‘messenger’. Recién estrenados en el mundo del ciberespacio, habíamos creado sendas cuentas de Yahoo y prometimos conectarnos a diario a una hora determinada…

El día señalado, ni siquiera pude ira a despedirla. Me dijo que le daba “roche” pues viajaba con su jefa y varios de sus compañeros de trabajo. Con reloj en mano, el día de su partida viví a la distancia cada detalle: “Ya se despertó… Ya salió de su casa… Seguro que ya está en el aeropuerto, y habrá chequeado… Ahora debe estar abordado… Las 10… ya despegó el avión… ¡Feliz vuelo, pequeña!... Pasó ese primer día, pero para mí parecía que habían pasado siglos.

Por la noche dormí intranquilo solo esperando la mañana siguiente cuando empezaríamos a conectarnos. Temprano salí de casa y fui corriendo a buscar una cabina de internet. Por esos tiempos, las cabinas no eran muy comunes y los precios oscilaban entre 2 soles o 2.50 por hora. No había ofertas de minutos extra ni bonos por horas acumuladas.

Encontré la primera, pero estaba cerrada… caminé… llegue a otra… Ésta se encontraba a full… ¡No me había acordaba que era sábado y víspera de fiestas! Seguí andando y al fin encontré una que no me parecía muy confiable, era estrecha y descuidada pero no había opción, la hora fijada estaba cerca. Ni bien entré, el encargado un muchacho flaco y pelucón, y de mirada inquieta me dijo: “Hola, 2:50 la hora, pago adelantado, si quieres… cabina 5. ¿Cuántas horas?” No pensé nada. Le pagué por una hora pues imaginé que sería suficiente. La cabina 5 era un espacio tan angosto como el asiento de combi; pero la incomodidad no era problema….

Según el itinerario, sabía ella estaría ese día libre a las 9. Tenía el tiempo justo. Encendí la máquina 486, esperé que cargara el viejo Windows 98 y casi sin aliento abrí el Messenger… Miré el reloj enorme pegado en la pared del frente, estaba a la hora pero el icono con ‘carita’ de su cuenta estaba tan gris como el cielo de Lima… Esperé por varios minutos y hacia las 9 y media y repetía de vez en cuando como si fuera un ‘mantra’: ¡Carita amarilla… carita amarilla… carita amarilla… por favor! ¡Nada!

Al final, la hora se pasó en un santiamén y el color del icono seguía tal cual. Dos segundos después que la hora se cumplió apareció puntualito el muchacho, me miró y casi leyendo mi mente dijo: "¿Y? Son 2,50 más…" No dije nada y pagué sin chistar. Si embargo, aburrido de mirar la pantalla y sin ganas de ver nada más (En mi mente solo estaba ella) Al cuarto de hora fui a donde estaba el muchacho y le pregunté: “¿Puedo escuchar música? Tengo un CD de audio.” El chico siguió absorto en su pantalla, hizo un gesto, sacó de un cajón unos audífonos enormes y medio sebosos y me los alcanzó.

Regresé a mi cubil y saqué de mi mochila tenía el disco que habíamos pirateado juntos: “El viaje de Copperpot” de LOVG. Pasó la segunda hora, y yo seguía al pie del cañón mientras las canciones de la ‘Oreja’ hacían su efecto en mi ansioso corazón...

“No sé si aún me recuerdas… nos conocimos al tiempo… tú, el mar y el cielo… y quien me trajo a ti…”
La pista 4 sencillamente me aniquiló, era “La playa” ¡Justamente! No pude evitar imaginarte junto a sus amigos en las playas de Punta Sal mientras que cada minuto que pasaba me hacía poco a poco más viejo; ¡igualito que el protagonista del video clip!

“Abrazaste mis abrazos… vigilando aquel momento… aunque fuera el primero… lo guardara para mí.”

Así transcurrió la segunda hora y tras la aparición de flaco encargado, para ‘ganar tiempo’ abrí el Word y empecé a escribir algunas cosas bonitas las cuales, haciendo “copy and paste” iba a usar ni bien me comunicara con ella en el Messenger…

“Te voy a escribir la canción más bonita del mundo…voy a capturar nuestra en tan solo un segundo… Y un día verás que este loco de a poco se olvida… por mucho que pasen los años de largo en su vida.”
Había escuchado el CD entero unas 3 veces y en un arranque de masoquismo, programé la pista 4 para que se repitiera “Ad æternum” .

Llegó la una de la tarde y con ella el flaquito que, adivinando por mi cara mi felicidad, solo estiró su mano para recibir su 2.50 y me dejó. ¡Por fin había sonado la campanita característica del Messenger! ¡Era ella! Rapidito maximicé la ventana de Word donde había preparado mis escritos, unas frases almibaradas, inflamadas de afecto, correctamente escritas con sus signos de admiración y demás. Ahora, tenía las manos alertas, el nervio firme… “Hola, amor” –escribió ella. Hola! – respondí. Entonces, ya me disponía a hacer CONTROL +V para ‘pegar’ una cosa bonita que había escrito cuando empezó a aparecer en la pantalla: “Toy un toke no mas… no teng tiemp - tqm – d’re va ser dificl conktrns… dond stams no hay mas que una cabina... me vy almorzar – tqm - cuídate…. chau y tqmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmm…” Y tras eso, otra vez la carita gris… Nunca llegué a poner usar Control + V, me quedé con la miel en el documento de Word que avergonzado eliminé de inmediato de la máquina. No pude escribirle nada; de hecho, ni chau le había dicho, era la una y cinco minutos de la tarde y, de pronto, me había quedado otra vez como un tonto mirando la pantalla…

“Si pudiera volver a nacer… te vería cada día amanecer…. sonriendo como cada vez… como aquella vez”

“Te voy a escribir la canción más bonita del mundo…voy a capturar nuestra en tan solo un segundo… Y un día verás que este loco de a poco se olvida… por mucho que pasen los años de largo en su vida.”

Como tenía una hora pagada, aguantando el nudo que tenía en la garganta repetí hasta el cansancio “La playa” mientras mi chica, de seguro estaría devorando un cebiche mixto con calamares con bastante ají y mayonesa. Hacia las dos de la tarde, antes que el flaco reapareciera, apagué la maquina y salí. Pequeña, ¡nunca más te extrañaría tanto como entonces!

“El día de la despedida, de esta playa de mi vida, te hice una promesa, volverte a ver así.”

“Más de 50 veranos, hace hoy que no nos vemos, ni tu ni el mar ni el cielo, ni quién me trajo a ti…”

Advertencia:
Los hechos de esta historia han sido falseados: Los tiempos están cambiados, los nombres han sido omitidos y hasta el escenario es irreal; todo, para proteger la identidad del inexistente flaquito con ojos avispados que fue quien más me habló ese día… Ahora bien, lo cierto, es que en aquella semana, de echarte de menos, tú sabes que sí lo hice y que la música de la “Oreja” fue la banda sonora de la pena de no verte. Pero como dice don Julio, quien “tiene el poder” cuenta las cosas como quiere y así lo he hecho.

sábado, 11 de diciembre de 2010

¡Bombolo! - Seconda parte

-1-
A mediados de los 60’s, mi madre era una joven mujer casada, con dos hijos, la cual tenía que permanecer en casa hasta que mi padre volviese de trabajar. Las tardes pasaban apacibles pero iguales una tras otra: mientras ella hacía los quehaceres, mi hermano y yo jugábamos en el patio. Felizmente la rutina se rompía cuando nos llevaba de visita a la casa de los Minuta; era bonito  pues sentía que ellos nos acogían como si fuésemos “famigghia”: Podíamos sentarnos tranquilos a ver la televisión (que nosotros no teníamos), podíamos comer rico, y más que nada pasar el tiempo jugando con Giovanni y con Sara, los hijos menores que eran más o menos de nuestra edad.
-2-
La casa de los Minuta una de esas casas antiguas, de techos altos, puertas alargadas, y ventanas con rejas de fierro repujado. La casa no solo era su hogar sino también su negocio. Al ingreso funcionaba un bazar que expendía hilos, botones que mi tía forraba con una máquina y muchos objetos de pasamanería; con el tiempo empezó a ofrecer regalos, como un juego de carpintería en madera (que hasta ahora recuerdo); el mismo que una vez me prometió, pero que nunca me regaló: “El negocio es primero, Fernanditu, ¿eccolo?”

También en la tienda ayudaba la tía Cciccina que era modista; allí recibía sus encargos de confección de vestidos, ropa para niños y también de simples arreglos. Ella nos hizo varios conjuntos de chalecos y pantaloncitos cortos con tirantes. Trabajaba mucho y hablaba poco, la recuerdo siempre calladita con una sonrisa en los labios y pedaleando en su máquina de coser “Singer”.

-3-
Como nosotros éramos de confianza, conocíamos la casa entera, que recuerdo, era más larga que ancha: al entrar estaba la tienda con un mostrador de madera a la izquierda, donde estaban cientos de cajitas con botones, carretes y conos de hilos, cintas y mil chucherías; al fondo, una vitrina enorme donde al principio había unos muñecos con vestidos y luego dejaron espacio a cajas de juguetes… A continuación seguía un largo pasadizo que atravesaba varios metros y pasaba frente a las habitaciones. Finalmente se llegaba a un espacioso comedor que estaba al lado de la cocina; ese era el centro ‘vivo’ de la casa: Casi todo ocurría ahí, desde las largas conversaciones (casi a gritos) entre los tíos, pasando por los ratos de seriedad cuando tenían que llenar los "libros de cuentas"; hasta los ratos de ocio, cuando el bueno de Don Turi, fumando su pipa, tomaba unas copitas de “Marsala” o “Cinzano”, mientras leía el periódico de la colonia italiana. Pero de lo mejor siempre fueron los loches; eventos sencillos, pero memorables para mí. Hasta ahora recuerdo la voz de mi tía Teresa que, con su típico dejo italiano, nos llamaba. Era curioso que por esos años, lo italiano estaba de moda. Cómo olvidar las hermosas baladas cantadas de cantantes triunfadores del afamado "Festival de San Remo", como Rita Pavone, Gigliola Cinquetti, Doménico Modugno o Iva Zanicchi: "Prendi questa mano, zingara".
-4-
Fuera que jugáramos en la tienda, en pasadizo o que estuviéramos viendo la tele, esa grandota en blanco y negro, que estaba en lo alto de la pared izquierda del comedor; antes de escuchar la voz de la tía, era el aroma del café recién pasado y el olor de las tostadas hechas con pan francés y untadas en mantequilla, las que nos anunciaba el lonche donde toda la familia nos reuníamos alrededor de la mesa para compartir.
Casi siempre, aparecían todos, hasta los hijos mayores, Nuncia y Nino que llegaban después de estudiar o trabajar. Ellos, al igual que los tíos, recibían enormes tazas de café humeante, pero claro, a nosotros que éramos pequeños, nos daban jarros de leche con ‘Ovaltine’ o ‘Toddy.’. Las tostadas sin embargo, no tenían "distingos"; felizmente, ¡eran para todos! No sé cómo pero las tostadas recién salidas del horno se sucedían en bandejas que la tía Cciccina colocaba en la mesa. ¡Nunca más el pan tostado era comido con tanto deleite!

Pero, en verdad, ¿qué de especial tenían aquellas tostadas? Aún hoy no lo podría explicar, pero en mi recuerdo nunca he comido iguales, era una deleite comerlas, tanto como ver y escuchar a todos esos, mis "tíos" italianos, hablando y gesticulando a más no poder, mientras compartían con nosotros su mesa.

Por eso, jamás habrá aroma más sabroso que el de las tostadas de la Tía Teresa mezclada con el olor de su café, ni habrá reunión más amable y más cercana a una familia grande como la que disfruté por esos años en ese trocito de Italia que estaba en casa de los Minuta.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

¡Bombolo! – Primo tempo


-1-
“¡Dónde está ese bombolo!!!”
La potente voz de esa italiana, una enorme mujer de ojos saltones, nariz aguileña, mirada penetrante y modales bruscos, rompió la tranquilidad de la tarde. Estaba jugando con mi hermano, cuando de repente entendí que tenía que huir y esconderme.
Ya tendría casi 2 años y aún llevaba un enorme pañalón de gasa y tela, ¡sólo por si acaso! (¿Me creen?) Bueno, lo cierto es que era chistoso verme caminando orondo con pantalón corto y asomando por debajo, la razón de mi vergüenza.
“¡Vino la tía Tedesa! ¡Escóndete!” – Le advertí a mi hermano mayor que compartía mi ‘carga’. Yo, por mi parte, salí hecho un cohete al baño; me escondí detrás de la puerta y me saqué el bendito pañal lo más rápido que pude.
“¡Ese, Bómbolo! ¿Dónde se ha metido? Lu picciottu? Lu picciriddu Fernanditu?” – seguía diciendo la tía en su tono peculiar mientras revisaba la casa.
Nunca olvidaré esa sensación mezcla de culpa y temor que me producía aquella mujer a la que aprendí a querer…
-2-
Los Minuta eran una familia italiana; 'de la Sicilia', para ser más exactos. Estaba formada por Teresa, su esposo Turi, Doménico, hermano de éste, la anciana tía Cciccina y los cuatro hijos de la pareja. Habían venido al Perú huyendo de las nefastas consecuencias de post – guerra y aquí se establecieron.
Aparte de mi Tía Teresa, es al Tío Turi a quien más recuerdo. Él era un hombre magro, seco y de pocas palabras. Contaba la Tía que antes había sido muy hablador pero se había vuelto así después de las penurias que sufrió en las trincheras. En efecto, había algo aparentemente sombrío en Don Turi, pero no conmigo; cuando me miraba, sus ojos se ablandaban y yo lo sentía cálido y cercano…
-3-
Las visitas a los Minuta eran cosa normal para mí. En su casa pasábamos la tarde jugando con Giovanni y Sara, los hijos menores, "mis primos". Al llegar la noche, debíamos hacer el camino de regreso a casa. Entonces salíamos mi madre y mi hermano y yo, y casi siempre era el Tío Turi quien nos acompañaba. Así, cada vez que podía, después de unos pasos y de llegar la esquina, me detenía y me ponía a hacer pucheros y a decir que estaba cansado, que tenía sueño, que me dolían mucho las piernas. Mi mamá, obviamente, me daba una mirada asesina, pero yo volteaba hacia el tío y le decía “¡Upa, Tío Tudi!, ¡Upa! ¿Ya?”;  y  él, sin mediar palabra, me cargaba. ¡Cuánto quería entonces a ese carpintero flaco de manos callosas y olor a aserrín!
-4-
Ahí íbamos, mi mamá llevando a mi hermano de la mano y yo bien cargado por el buen Turi. Casi siempre me hacía el dormido para no ver la cara de incomodidad de mi madre, pero también, de cuando en cuando me incorporaba y aprovechaba para mirar al tío de cerca…Siempre me llamaron la atención sus cejas llena de vellos hirsutos, su enorme nariz colorada y, sobre todo, el ‘mustazzu’ de brocha que compensaba los pocos cabellos que asomaban por su cabeza.
Con la tía, sin embargo, mis tácticas para regresar a casa sin caminar, no tenían igual efecto: cuando ella se ofrecía a ir con nosotros y a mí se me ocurría “hacer mi show”, la Tía Teresa se detenía, me miraba fijamente con sus ojazos enormes y, mientras levantaba una ceja, se ponía las manos en la cintura, se agachaba y soltaba una retahíla de palabras que obvio, eran un resondrón… Ahora sé que no todo lo que decía era en italiano, sino una mezcla de de ‘sicilianu’, italiano y español: “¡Ma’ Fernanditu!”; y tras esto, un largo discurso que no entendía mucho: “¡Vrigoña! No quiere caminar! Ragazzo pigro! Grassu e flojo, eh, bombolo!” – Y cuánto mas decía, más colorada se ponía. Entonces, azorado me ponía a caminar rapidito, agarrándome de la pierna de mi madre.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Morning Angel - Director's cut

Dicen que, en el cine, las segundas partes nunca han sido buenas, a no ser la notable secuela de ‘El Padrino’ o “El Imperio contraataca” de la saga de Star Wars.
Quizá por eso últimamente han aparecido las llamadas “Director’s cut” que no son otra cosa sino versiones extendidas de película exitosas.
Con ellas, aparte de tener asegurar la audiencia, se procura, al menos en teoría, redimir la ‘intención’ del director de una cinta, presentando su supuesta "intención original" y una serie de escenas, inicialmente desechadas, gracias a la dictadura de los editores o a la presión de los estudios.

Es así como, las “Director’s cut”, aparte de tener más o menos asegurada la taquilla, ofrecen al espectador una oportunidad de ver una propuesta más "personal" y, de pasada, despejar ciertas dudas de le cinta original.

Parece que, en los últimos años, la cosa se ha puesto de moda y tiene mucha aceptación: Ahí tenemos la recién reestrenada versión de “Avatar”, o las nuevas versiones de películas de culto como “Blade Runner” o “El Exorcista”, cuyo ‘gancho’ fue la grotesca "escena de la arañita" a cargo de una más endemoniada Reagan….

De esta forma se demuestra cuán eficaz resulta apelar a la curiosidad o al morbo de las personas, de picarnos justo en esa necesidad (casi enfermiza de los seres humanos), de querer saber más, de conocer ‘qué sucedió luego’ o ‘de qué nos perdimos’ en determinada película… 

Esa “necesidad” es la que hace que el público vuelva a las salas como cuando se vuelve a ver a un viejo amigo que dice que tiene algo nuevo que contarte o aún, como cuando alguien te avisa que te va a revelar un secreto y te es muy difícil permanecer indiferente…. Reconozco, que caí en una de esas tentaciones a la que no pude sobreponerme con la “nueva versión” de “Cinema Paradiso” de Giuseppe Tornattore.

Como nunca la reestrenaron en Lima (¡obvio!), gracias a Ebay, encontré una copia en DVD en una tienda en Canadá. Conté los días entre la compra y la llegada del paquete pues estaba ansioso de ver los “51 minutos adicionales” y asumo que, al igual que muchos, saber qué habría pasado con Salvatore y Elena, la de de ojos azules.

La propaganda del “Director’s cut” hizo su efecto: El trailer de la cinta invitaba a descubrir “qué pasó realmente con el amor de toda su vida…” `Por eso, no pude resistirme…. ¡Tenía que saber y la compré!

El DVD llegó tres semanas después. Decidí, sin embargo, esperar a que llegara el "momento adecuado" para verla. 

Fue un sábado en que no había nadie cuando lo hice.

Terminadas las casi 3 horas, y después de conocer el final, se rompió el encanto: Me convencí de que hay cosas que quedan mejor en la incertidumbre. 

No es que la película estuviera mal, pero quizás, para espíritus como el mío, las historias de amores truncos, las relaciones imposibles y cosas así, van más conmigo. Peor aún, considerando el estado actual de mi vida.

¡Qué curioso! Días atrás, antes de que partieras, te hice leer mi ‘historia’ con Elisa, después de eso hablamos y me preguntaste si alguna vez  volví a ver a la chica. Te dije que sí, que nunca más. En realidad, mentí.

El final de mi pequeña novela, mi estimada, era menos romántico. Por eso no te lo conté: Después de aquel jueves 27 de noviembre, ya no volví a tomar “la 20”. Me sentí un reverendo estúpido por no haberle hablado y decidí darme por vencido.

Sin embargo, casi 16 años después, recién la historia se cerró.

Había pasado una pena muy fuerte la que, para variar, me llevó al hospital. Anduve internado casi un mes y los médicos me dijeron que, si quería sanarme, yo mismo tenía que poner de mi parte: “Su cuerpo solo debe luchar”, me dijo el doctor.

Así, y después de una promesa de ‘borrón y cuenta nueva’, a los días mejoré, me di de alta y salí del hospital. Sin embargo, como no estaba del todo curado, acepté el ofrecimiento de mi trabajo para seguir tratamiento ambulatorio en una clínica.

Era un día del mes de octubre de 1996.

Estaba en la Clínica Stella Maris, sentado en una sala de espera de Medicina Interna.  Como aún luchaba contra el cansancio, de vez en cuando este hacía presa de mí. Casi no podía mantener los ojos abiertos.

En una de esas tuve un sobresalto… Sentada a menos de 3 metros estaba ella… ¡Elisa!

Me quedé pasmado, sin habla. Igual que tres lustros atrás cuando nos sentábamos frente a frente en “la 20”.

¡Ella estaba allí! Seguía bella; nos miramos y creo que me reconoció.

Esta vez, no tuve tiempo para reaccionar, al poco rato apareció una niña de unos 3 años diciendo: "Mami, ya nos vamos.", Tras de ella, apareció un hombre joven.

Elisa desvió la mirada, dio un beso al hombre, se puso de pie y salió.

Solo atiné a pasar saliva, respirar y cerrar de nuevo los ojos.

"Señor, el doctor lo espera." – dijo alguien. Me levanté y fui a mi consulta

Así, mi estimada, terminó el cuento… En un libro que de casualidad llegó a mis manos, hablaba sobre el asunto del Tíbet y la China y decía: “El pasado debe ser solo parte de la Historia”. 

Nada más cierto. Así duele menos.

C’est fini



miércoles, 1 de diciembre de 2010

Morning Angel

Esta historia la he contado tantas veces que la escribo para no contarla más. 
Elisa se llamaba, “mi amor, mi idolatría”, aquella que cada día, a la salida del cole, esperaba encontrar…

Por mucho tiempo, “la 58” era mi opción para ir al colegio. Su flota de color azul, compuesta por los primeros microbuses de carrocería ‘Moraveco’ que circularon por Lima, fueron los antepasados guerreros de las combis asesinas de hoy.
Durante años viajar en "la 58" era un verdadero suplicio. ¡Más cuando se llenaba! 
Sacudones, gente apretada, olores y ruidos del traqueteo era lo que debía aguantar; pero no me quedaba otra opción.
Felizmente, casi a mitad de año mientras andaba en 4° de media, cruzando la Avenida Colonial, se estableció un paradero de dos líneas de ómnibus nuevas. La empresa tenía un nombre largo: “Transporte Lima Metropolitana - Empresa de Propiedad Social”.
Eran las líneas "20" y "61" formadas por modernos ómnibus ‘Thomas Bluebird’ pintados de azul y con techos blancos.
Aunque la 61 pasaba por la puerta del colegio, yo empecé a tonar la 20”. ¿La razón? ¡Un "ángel"!

-1-
Lo supe ni bien la vi.
Era la chica de mis sueños: pecosa. con abundante cabello castaño, cejas bien dibujadas y ojitos pequeños que completaban su carita de niña buena. Para mí, era una especie de Laura Ingalls. pero más guapa.
Estudiábamos en colegios cercanos y, para poder verla, debía esforzarme para coincidir con ella en la "20”.
Recuerdo que cada día, ni bien tocaba el timbre de salida, caminaba lo más rápido que podía, cruzaba la Arica y la Bolivia para llegar a la avenida Venezuela a la hora que pasaba el bus de las 2:15. Solo así, si tenía suerte, la podía encontrar.
Solo el “mono” Percy, mi primer amigo, sabía lo que pasaba y me acompañaba, Aunque pensándolo bien, a él le convenía tomar ese bus pues lo dejaba más cerca de su casa en "Palomino".
Ni siquiera mi hermano mayor entendía por qué caminaba cuatro cuadras teniendo una línea de buses al frente del colegio. Tampoco me interesaba contarle.
-2-
No sé si fue suerte o pura casualidad, pero por casi cinco meses, coincidimos dos o tres veces por semana. Lo único que hacía era verla y agradecer las veces en que sin querer nuestras miradas se encontraban.
Pronto, sentí una nueva "necesidad": ¡Hablarle!
En ese año no sucedió. Así, lo único que me quedó de ese tiempo fueron decenas de boletos de bus marcados con las fechas y unas señales (que solo yo conocía) de cuando ella me miraba.
De esta forma junté un buen paquete de boletos; el cual conservé hasta hace poco,
-3-
Al terminar el año escolar, no me quedó sino extrañarla durante todas las vacaciones de verano y rogar a San Juan Bautista de La Salle y Santa Isabel de Hungría, la patrona de su colegio, que me permitiera encontrarla de nuevo.

Al año siguiente, para mi felicidad, la encontré otra vez. Estaba más linda, más castaña, pero más lejana que nunca.
Yo seguía mirándola como bobo. Ella no tanto ya. 
Lo peor es que no me atrevía a cruzar palabra con ella. Ni siquiera porque ella bajaba solo un paradero antes que yo y aunque muchas veces nos quedábamos solos en el ómnibus. 
¡La verdad es que yo no sabía cómo abordarla!
-4-
Hacia la mitad del segundo año, las cosas habían cambiado. Sus amigas se paraban cerca de mi amigo y yo, diciendo cosas como: “Esos de La Salle, son unos sonsos, no dicen nada… ¿Verdad, ELISA? ¿No es cierto E-LI-SA…?” 
¡Elisa! Recién me daba cuenta de que hasta entonces no sabía siquiera su nombre. Así que, desde aquel día, mi musa tuvo nombre…. Era ‘Elisa’, como la amada de Beethoven, pero una mucho mejor, era “mi Elisa”. El “ángel de la mañana”.
Las semanas pasaron y las chicas ya no se reían. Subían y todas, incluyendo Elisa, evitaban sentarse cerca de nosotros.
Entonces pensé: “Tonto, la estás perdiendo, ¡haz algo!"
En mi desesperación, ni se me ocurrió hablar con Percy. No sé por qué, decidí que lo mejor era preguntarle a mi madre.
Tardé semanas para animarme a contarle y pedirle consejo.

-5-
Cierto día del mes de noviembre, vencí mi vergüenza e imaginando que, si no hacía algo, perdería a mi amada para siempre, conté mis cuitas a mi madre
Ay, hijo, pero si es bien fácil, ¡Pregúntales la hora no más! ¡Así le hablas y ya está!”
“¡Gracias má!” - le respondí y sentí que por fin "había visto la luz al final del túnel". ¡Ya sabía qué hacer! ¡Estaba preparado! 
-"Mañana será el día, ¡será mañana o nunca.!" - pensé,

-6-
El momento de la verdad
Al día siguiente, a  las dos y cinco en punto, ni bien tocó el timbre de salida, corrí como nunca para alcanzar “la 20”. Llegué acezando al paradero y felizmente apareció el bus. A los cinco minutos subieron Elisa y sus amigas.
Elisa me dio una mirada rápida y a pesar de que no era como antes, fue suficiente para darme fuerzas.  ¡Le iba a hablar!
El “Mono” que había corrido detrás mío, ni bien llegó a su paradero, se bajó molesto y sin despedirse. La verdad es que, a pesar de que había estado sentado a mi lado todo el rato, no le hablé en absoluto. Como dicen, yo estaba “en otra”.
Poco a poco el bus se fue vaciando. Elisa, bien seriecita, seguía sentada hacia el medio del vehículo. Yo, por mi parte, en un acto de ingenua astucia, me había situado al final, cerca de la puerta trasera, por donde, como educada alumna “santaisabelina” que era, tendría que bajar después de tocar el timbre… 
Pedirle la hora… pedirle la hora... la hora… No te olvides, tranquilo… A ver… respira… la hora… ¡Ahora!” 
Y fue así como Elisa, cual ninfa de los bosques, se levantó de su sitio y se acercó flotando por el pasadizo del vehículo.
“¡Qué bonita eres! ¡Cuánto me gustas! -pensaba- Olvida eso, idiota. -me decía- ¡Concéntrate… La hora… la hora… pregúntale la hora, pero… ¿¡Qué hora!?

Resultó que Elisa, la bella, al levantar sus delgados y blanco brazos, uno hacia el timbre y el otro hacia el pasamano, sus muñecas me desbarataron y sellaron mi destino: Elisa, ¡no usaba reloj!

Así, nuevamente la vi… aunque en realidad nunca la conocí.
Termino esta entrada con un secreto:
En mis discos de vinilo, después del último surco o al final de la grabación, donde los fabricantes solían poner un código; yo, premunido de una simple aguja, escribía a veces el nombre de la “culpable” de turno… Por allí, si es que no cumplen su idea de darlo todo al “reciclador”, encontrarán ese bendito 45’ de Juice Newton con dos palabras grabadas en letras pequeñitas: “A Elisa”.