sábado, 18 de septiembre de 2010

A golpazos no aprendí - Parte 2

Ahora que escribo estas líneas, creo que mis recuerdos más imperecederos del glorioso “Schweitzer” deberían ser los golpes… pero no, amable lector, no se asuste. Me refiero a los golpes que nosotros mismos nos solíamos propinar mientras jugábamos…¡Éramos tantos para el pequeño patio… antaño cochera!
-I-
Cada tarde, mi madre solía estar atenta a la llegada de sus dos vástagos después del colegio. Rezaba para que llegáramos completos y es que, con el tiempo aprendió que no faltarían ocasiones en que alguno de los dos llegara a casa convertido en un lloroso “herido de guerra”. En realidad, era una cosa de locos, pero cada cierto tiempo de la parte trasera de la movilidad, donde como últimos en llegar al colegio, deberíamos ir…. Emergíamos, mi hermano o yo, con alguna magulladura; sin embargo, al abrirse la puerta y ver la luz del sol y el rostro de nuestra mamá, nos sentíamos igualitos a los ‘valientes’ soldados de ficción de la serie ‘Combate’ que llegaban al campamento después de la batalla… ¡Un Sargento Saunders me creía yo!

Algunas veces, las heridas eran simples raspones; pero otras, podían ser cortes en los dedos cuando jugábamos a tajarnos los pellejos o quizás contusiones en la frente; sin embargo, también hubo cosas mayores como el accidente que casi deja sin la oreja derecha a mi hermano mayor. Pero igual, llegábamos a casa sintiéndonos unos héroes, mostrando orgullosos nuestras rodillas rasmilladas y los moretones en los brazos.

Empero, lo que más abundaba eran los chichones producto de innumerables golpes, todos los que eran tratados ‘magistralmente’ con un único método que consistía en poner encima del lugar afectado un fino pedacito de jabón medio remojado y una moneda grande de un sol la cual debíamos apretar bien ‘para desinflamar’: El procedimiento era sencillo: Cada vez que nos dábamos un porrazo, el Director (que también fungía de médico del cole) nos echaba jabón y… ¡zas! un moneda: “¡Agarre fuerte, alumno! ¡No la suelte!” – nos decía.

-II-
Fue así que muchas veces, con los moretones debajo de la con la moneda de un sol y bien pegada a la piel con el jabón, éramos introducidos con maletas y todo en la parte trasera de la camioneta y debíamos hacer el mismo trayecto a casa… “Agáchese bien, alumno. ¡Cuidado que se golpee con el techo!”

Mi mamá, nos recibía con el corazón en la mano, quería decira algo, pero al final la verborrea del Sr.Padilla, la lograba tranquilizar. Sin embargo, una vez que entrábamos en la casa, nuestra buena madre, haciendo mérito a su profesión, cumplía con despegar la moneda, limpiar bien la herida con agua oxigenada y alcohol y, si convenía, ponernos una capa ‘Hirudoid’, y luego, cuando ya estábamos mejor, y haciendo mérito a su otra profesión (la de mamá), nos “daba nuestra chifla” y para remate, nos hacía prometer, bajo amenaza de darnos una “sófera cuera”, que al día siguiente y a primera hora, deberíamos devolver la moneda al director… Yo no entendía bien eso último, más bien, me parecía que le deberíamos cobrar al hombre por no sabernos cuidar en su bendito colegio.

-III-
El golpazo que tengo más presente, fue de antología: Sucedió a raíz de un juego que habíamos inventado y que ahora sería digno de algún joven artista de “La Tarumba”. Este consistía en ponerse entre dos carpetas, levantar el cuerpo con las manos y los brazos fuertemente apoyados en ambos pupitres, impulsarse, dar un volatín y caer… Todos los demás, mayores que yo, lo hacían… Así, un día yo me animé…

Por entonces, era un poco gordito; así que cuando esa vez dije: “Yo también juego” tuve que hacer mucho esfuerzo, primero, para apoyar mis manitas regordetas en ambas carpetas y luego para poner bien fuertes mis brazos y empezar a balancearme, sin embrago era una cuestión de honor… Por eso, al comienzo, todos guardaron respetuoso silencio, sin embargo, creo que en fondo me miraban divertidos… En fin, puse muy firmes mis bracitos, pues me habían dicho que el secreto estaba en no doblarlos… Y de pronto empezó el ‘run – run’ de los demás: “¡Salta… salta… salta!” - siguieron a coro mis compañeros… Me temblaron las manos… “¡Salta… salta… salta!” – siguieron… Una gotita de sudor corrió en mi cachete derecho… “¡Salta… salta… salta!” Así, juntando bien las cejas y apretando los dientes, hice el esfuerzo supremo…

-IV-
Lo único que me acuerdo es haber visto el salón de cabeza y los pies de mis amiguitos…¡Ummm…. zapatos Bata Rimac…! De allí, un golpazo, el piso, y sangre… mucha sangre.

Esa vez ni el asunto de la monedita servía… como la vez de mi hermano y su oreja… la parada antes de dejarme en casa fue la Posta médica… tres puntos… “Tienes la cabeza dura” – me dijo la enfermera… "¡Felizmente!" – pensé yo.

Lo malo fue que las explicaciones del Director ya no funcionaron en esta ocasión y nuestro paso por en el ‘Schweitzer’ tuvo su fin… Y la verdad, por más golpes que me di, no aprendí mucho por allí. Sor Clemencia, mi profesora de primer grado, podrá dar fe de ello pues, al año siguiente, cuando ingresé a La Salle, no sabía ni tomar el lápiz, con todo, al final pude sacarme un diploma, pero eso, quzás será motivo de otra historia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.