sábado, 23 de octubre de 2010

Era un buen tipo mi viejo…

Piero, el gran cantautor argentino, le compuso esta canción a su padre cuando éste era un hombre animoso y vivaracho que no llegaba siquiera a los 50 años; por eso al escucharla se emocionó, pero al final, igual le dijo algo así como: “¿Ma, quién camina lento… la puta que te parió".

Por los tiempos en que la cancioncilla de Piero era todo un éxito, yo no sabía eso, y cada vez que la escuchaba pensaba qué bonito sería tener algún ‘viejo’, es decir, un abuelo a quien imaginar. El hecho es que nunca conocí a mis dos abuelos. Ellos murieron mucho antes que yo naciera: El abuelo Rosendo (‘Don Roso’) solo lo conocí ya grande a través de una desteñida foto, en la que se lo veía igualito a mi padre entonces. El otro, según cuenta la leyenda familiar, era un español de ascendencia inglesa, que tuvo un deceso de novela: Tras bajar de su barco mercante que había atracado en Paita, fue a un bar y después de tomar un brandy, falleció de neumonía fulminante… Así fue que dejó huérfana a mi madre antes de que ella naciera.

Quiero imaginar que mi gusto por las ciertas canciones tristes y melancólicas viene a partir de la tonadilla de Piero. Un día, caminando por la calle de la mano de mi madre, sonaba por alguna de las casas “Mi viejo” y justo atinó a pasar en la acera del frente un anciano relojero, amigo de mi madre, apellido Remotti. Allí encontré a “mi viejo”.

No recuerdo su nombre, pero todos en la familia lo conocíamos simplemente como el Señor Remotti. Él era un viejito alegre, dicharachero y medio eléctrico; un feliz Geppetto de finales de los 60 que trabajaba en su casa en la que habían cientos de relojes al puro estilo del la cinta “Pinocho” de Disney. Allí estaban relojes a cuerda de todo tamaño y algunos grandes con péndulo, pero los que más me gustaban eran los relojes “cucú”, todos los cuales esperaban por ser mantenidos o reparados por el anciano.

Me gustaba acompañar a la casa del Sr. Remotti, no sólo por ver, en su mesa de trabajo, varios relojes desarmados mostrando sus engranajes, muelles y perillas; mi mayor motivación y el tesoro que guardaba “mi viejo, mi querido viejo” era el que para mí era el juguete soñado: En una mesa especial y armado había un juego de trenes: Allí estaba la locomotora negra de apariencia real, allí los vagones de mil colores, los rieles que se expandían como serpientes sobre un piso de papel color marrón con arena y piedrecillas Pero lo mejor, eran los túneles y los puentes que cruzaban un riachuelo de fantasía alrededor de una estación con mil y un detalles que estimulaba mi imaginación.

Le agarré cariño a Don Remotti, no solo por la canción que me hacía verlo caminado con su bastón por la calle, sino porque mayor como era, había un niño que habitaba en él. Cada vez que iba a su casa, le pedía permiso a mi mamá, para que me mostrara trenes funcionado. No recuerdo bien cómo lo hacía, solo me acuerdo de una especie de interruptor de cuchilla y de pronto el trencito salía de su estación y recorría obediente su circuito. ¡Qué maravilloso era mirarlo!

Tras mudarnos de casa, nunca más vi al señor Remotti. Sé que vivió algunos años más y cada Día del Padre en que sonaba la tonada de Piero, su imagen volvía a mi memoria y más la imagen de su maravilloso juguete que era mi “regalo soñado” de cada Navidad. ¡Naturalmente, eso nunca pudo ser!
Algún tiempo después, me enteré que el anciano había muerto. ¡Pobre! De él nos quedaron varias cosas: Para mí, una imagen mental de un hombre viejito, medio cojo y una  canción de Piero y el recuerdo de mi juguete inalcanzable, para mi hermano y yo, una caja de metal roja con un juego “Mecano” que, tontos, mi hermano ni yo, no supimos valorar; y, finalmente, para todos los de la casa, Don Remotti, legó a la jerga familiar una frase: “Fueron manos ajenas” que pronto se convirtió en la forma de explicar lo inexplicable… Me explico:

Resulta que, cuando “mi viejo” examina los relojes en busca del desperfecto y se daba cuenta que el aparato había sido mal usado o descuidado, sus ojitos azules miraban por encima de sus lentes y se posaban sobre el cliente y preguntaba cómo había sido que se salió esto o se rompió aquello. Entonces, si la persona, sintiendo el peso su mirada escrutadora, callaba o dudaba; para no turbarlas más, se ablandaba y finiquitaba el asunto diciendo: No se preocupe señor, señora… “Manos ajenas… fueron manos ajenas…”
Así fue que durante varios años, “fueron manos ajenas” las que en casa rompían los adornos de la sala, “fueron manos ajenas” las que quiñaban los platos cuando se lavaba del servicio, “fueron manos ajenas” las que no cuidaban las cosas y hasta fueron manos ajenas las que se comían los dulces escondidos en una de los reposteros de la cocina … pero lo mismo nos decía mi mamá: “Fueron manos ajenas” las que nos habían “dado nuestra cuera” por haber hecho alguna travesura.

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