sábado, 15 de enero de 2011

Día de furia

Molestarme y explotar en cólera era fácil en mi niñez. “¡Eres un renegón!” era la frase común entre mi familia. ¿Qué sucedió con el tiempo? No lo sé. Aunque siempre hay cosas que me enfurecen, los golpes y las caídas ayudaron a morigerar un tanto mi carácter; creo…

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“Los gorditos de Buenos Aires tienen ese que sé yo, ¿viste?”


Así empezaba la bendita canción que me torturó durante una parte de mi infancia cuando era rubio, gordo y feliz. Años más tarde, la vida hizo de mí un coleccionista de canciones, y durante mi periodo "gaucho" en el que me enfoqué en la música argentina; entre otras melodías, buscaba “Adiós Nonino” de Astor Piazzolla; eso desencadenó un hecho extraño, al encontrar un CD de Piazolla (autor de "Adiós Nonino", obviamente lo compré y ni bien llegué a mi casa me puse escucharlo… Todo estaba bien, hasta que la letra de Horacio Ferrer hizo que cayera directo en el pozo de mis memorias: “Las tardecitas de Buenos Aires tienen ese que sé yo, ¿viste?” Increíblemente, nunca había imaginado que aquella malhadada pista 5 de mi nuevo CD (“Balada para un loco”), había sido el origen de la melodía que usaron algunos para atormentarme cuando niño.
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Hoy por hoy, cuando comer ‘lo justo y necesario’ es parte de mi rutina cotidiana, veo, no sin pena, cómo la comida ha dejado de ser ese placer que antaño me hacía repetir una o dos platos sopas y dos o tres de segundo. El “long and winding road” de mis problemas estomacales había empezado poco antes de la muerte de la que nunca llegué a llamar cuñada; desde entones, mi estómago nunca fue el mismo y el "camino gastronómico" ciertamente me preocupa; sé que debo cuidar mis comidas; pero, está bien.


A mi madre realmente nunca le gustó cocinar; por eso, cuando su “Gordo”, mi padre, se le murió, guardó su preciada batería de ollas “Rena Ware” para la posteridad; nunca más ha preparado otra comida “con todas las de la ley”. Por eso, quedaron en el recuerdo aquellas comidas suyas, sencillas pero que tenían algo que nunca más probé. Mis favoritas siempre fueron sus sopas. Cómo esperaba sus cazuelas, sus ‘minestrone’, o sus sopas a la chilena…. Hasta las sencillas sopas ‘cabello de ángel’ con papas y carnecita cortadas en cuadraditos, que eran clásicas después de regresara del club “El Bosque”, me encantaban. No perdonaba, las tomaba con entusiasmo y por eso recuerdo que cuando pedía más, ella me decía: “Ay hijo, tu eres redondo, redondo… barril sin fondo”…. Ahora, que “me miro en el espejo y me pregunto, si ese de allí, soy yo…”, pienso, ¡cómo podía comer tanto!

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Cuando niño, aparte de estar rellenito, tenía los pies eran planos. Por eso, debía usar unos zapatos ortopédicos que me mandaban hacer en la clínica San Juan de Dios. Eran unos botines que, aunque no me gustaba tanto como las botas “Explorador” que vendía “Bata-Rímac”, los tenía que usar aceptar. Sin embargo, siempre que podía, lograba que mis papaá me compraran los botines “Explorador” que venían con una brújula escondida el taco y varias huellitas de animales dibujadas en la planta; prometiendo, eso sí, utilizar las incómodas plantillas del “Dr. Scholl”.
Sucedió que cierto año, un primo que había ingresado al ejército, me regaló unas botas enormes, ¡pesadísimas!; ellas desplazaron a los botines y se convirtieron en mis preciados “chancabuques” que, aparte de mantenerme bien pegado al suelo y hacerme caminar con mayor pesadez, me ofrecían “extra protección” gracias a la punta de metal que tenían. Fue gracias a esas botas que una vez “dejé huella” en mi casa…

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Fue una día aciago para mi madre; ella que es tan cuidadosa con “su casa y con sus cosas”. Sucedió cuando mi hermano menor quiso repetir una fórmula que utilizaba mi hermano mayor para fastidiarme: Cada vez que “Balada para un gordo” de Juan y Juan sonaba en la radio, Raúl la comenzaban a cantar mirándome y haciendo muecas y eso, me llevaba el diablo… Esa vez estaba jugando en el patio, solo como siempre, ordenando mis carritos frente a cada soldadito, de pronto apareció mi hermano y empezó con la canción. Dicen que niños son “crueles” y si alguien hubiese visto la escena, le hubiese parecido que es cierto. Allí estaba yo renegando, moviendo mis brazos, pateando el suelo, al tiempo que me ponía colorado; mi hermano menor por su parte cantaba con más bríos y se arrastraba de la risa:
-“Pero que gordo, que gordo estás.”
- “No fastidies, cállate”
- “Pero que gordo, que gordo estás”
-“Ya, cállate la boca.”
-“Pero que gordo, que gordo estás”
- ¡Le voy a decir a mi mamá!.
-“Que gordo, que gordo estás…. Ji ji ji”
-“¡Cállate!!!!…
-“Gordo, que gordo estás…. ¡Gordooooo!”
-"¡Yaaaaaaa!"

Como todo tiene un límite, sentí era demasiado. Con todo, yo era “su mayor” y, la furia se fue apoderando de mí: “No lo voy a permitir más y menos de ti, enano.” Así, en un segundo, despertó la bestia chiquita que residía en mí, fui un Bruce Banner convirtiéndose en ‘Hulk’. Di un salto y, a toda la velocidad que mi rechoncho cuerpo y mis zapatotes me lo permitían, fui tras él… No sé si fue la adrenalina, pero, a no ser porque mi hermano salió hecho un cohete y se metió en el cuarto de la empelada, le hubiese caído "La patada", esa misma que con todas mis fuerzas tiré en la puerta. ¡Fue mi “chumpligolazo”!

Hoy, cuando visito la casa vieja y paso frente esa puerta, a veces me agacho a mirar. Ahí está aún la huella de mi día de furia: Un parche de 10 x 6 cm que aún se pude notar. Al mirarlo, suena en mi mente la música prohibida y sonriendo, añoro el peso de mis gloriosos ‘chancabuques’; esos que se convirtieron en mis vengadores... Después de lo que pasó, mi hermano ya no me cantó más.

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