martes, 28 de julio de 2015

Chalaquita

Hoy 28, ¡Fiestas Patrias!
Para ti, que no te gusta usar la escarapela, que has marchado por la Sáenz Peña y Nicolás de Piérola haciendo evoluciones y has tendido que estar horas sin reír.
Para ti, Chalaquita te escribo.

-I-
Con el Callao he tenido una relación extraña. De muy chico recuerdo las veces que mi madre me llevaba a visitar a su padrino que vivía por la plaza Bolognesi, cerca de la antigua fábrica de cervezas "Pilsen". Eran visitas extrañas. De hecho, la relación de mi madre con su padrino lo era: él siempre reclamando que ella "tenía que ver por él", "que él era un Aurich", "que la había llevado a la pila, que había sido como un padre desde pequeña"; y ella, dándole el dinero que podía (intuyo ahora) a espaldas de mi padre.

También recuerdo cuando íbamos, con mi madre y mis hermano, en el auto del tío Juan, a la Plaza Grau; esa que queda cerca al embarcadero. Allí se comía en huariques o en algunas vivanderas que ofrecían desde filetes de pescado frito hasta lo más pobre: hueveras fritas o un plato lleno de pejerreyes arrebozados. Yo no comía, solo miraba, pues se me había quedado grabada la orden de mi pediatra, el doctor Montenegro, cuando tuve hepatitis; él, entre varias cosas, me prohibió el pescado. ¡De lo que me perdía!

Y también me perdía de mirar el mar pues solo lo hacía de de lejos. Mi pavor era grande y allí, cerca al muelle, estaba "mi demonio", demasiado cerca. Y es que la plaza Grau no era como el malecón de La Punta, donde no se veía mucho el agua; donde yo la pasaba bien, donde comía canutos de vainilla, mirando la casona Rospigliosi y correteando para hacer volar los avioncitos de tecnopor que mi papá me compraba.
En Grau el agua se podía ver de cerquita y yo temblaba de pies a cabeza cuando mi mamá nos acercaba. Era un miedo atávico el mío, pero miedo al fin. Temía al mar y peor fue cuando, en otra playa (Pucusana), mi tía Teresa, dizque para hacerme perder el miedo y a pesar de mis súplicas me llevó cargado lejos de la orilla y me sumergió diciéndome: ¡No sea miedoso, Fernandito! ¡Non abbiate, paura! ¡ragazzo mascalzone! (La frase con que el querido Juan Pablo II inició su pontificado, nunca fue tan terrible.)

-II-
-Vamos a la playa al Callao, tía. - dijo mi prima.
¿A qué playa? - preguntó mi madre
-Cerca, tía. - replicó Betty 
-A Chicuito en La Punta, ¿lo puedo llevar? - preguntó.
-Ya, pues. Edgardo, acompaña a tu prima. - terminó por decir mi madre.

Por entonces era un muchacho de 10 u 11 años. En La Punta había pasado días buenos junto a mi hermano mayor cuando íbamos a la casa de uno de sus amigos. Peñailillo era su apellido y, aunque siempre peleábamos por lo de la "Guerra del Pacífico" y la imagen de Miguel Grau, (él era chileno), la pasábamos bien jugando en su casa en forma de barco ¡con ventanas del claraboya incluidas!

Al llegar a la playa lo que me gustó era que no había arena, solo unas piedras enormes (más grandes que hoy). Mi prima Bety, 8 años mayor, había sido la "hija" que mis padres engrieron cuando era enamorados y era por entonces una joven no mal parecida. Así lo comprobé cuando al recostarse sobre una toalla, las miradas iban hacia donde ella estaba y yo, me quedé medio turbado, pues nunca la había visto tan descubierta.
Recuerdo hasta ahora las miradas de muchos muchachos que sonreían como tontos. y otros que hacían mil cosas para llamar su atención: Unos se quitaban las camisas y salían corriendo a la playa y se zambullían esperando que ella los miraba, otros se paraban con su mejor pose, metiendo la panza; no faltaban los que pasaban y repasaban por la verdea cercana, queriendo hacer piruetas con sus bicicletas; todos se la quedaban mirando, esperando quizás que sus ojos se cruzaran. ¡Pobres ilusos! Lo que no sabían era que mi prima era súper cegatona y no veía más allá de un metro a la redonda.

Yo solo me hacía el loco y no perdía de vista las olas que rompían.
-Betty, ¿ya nos vamos? 
-Ay, primito que apurado eres. Si estamos solo una hora.
-Es que me... estéé... no sea que el agua avance hasta aquí.
-No, pues, eso es más tarde. 
-Es que... una vez... se salió... y yo... esteee...
-¿Qué? ¿No me digas que le tienes miedo al agua? Anda, métete, date un chapuzón.
-¿Yo? No, no tengo truza.
-Ah. Bueno, mejor,.. Mira, ¡alcánzame la bolsa!
-Ya, toma.
-Bueno, ahora sí, échame.
-¿Qué? ¿Que te eche?
-Sí, échame esto. Es bronceador, Yo no puedo.
-Ya, pon tu mano.
-Ay, primito, que zonzo eres. Yo no puedo echarme en la espalda
-¿Cómo? Sí... yo... esté...

Así fue que allí (en La Punta, en el Malecón Figueredo) perdí una partecita, una muy chiquita de mi inocencia: Allí, vestido con camisa manga larga, pantalón, zapatos y un espantoso sombrero de paja; allí, mientras le echaba bronceador a una chica de 19 años frente a los ojos libidinosos de decenas de muchachos; allí, rojo y sudando de pies a cabeza, sintiendo mil cosas raras y, lo peor, con mis manos pringosas, las que que finalmente tuve que lavar rapidito en el agua de la playa.

-III-
¿Quién diría que entre el malecón Grau y la playa Chicuito encontraría que podía caminar a tu lado? ¿Quién habría pensado que tú, pequeña Chalaquita, harías que perdiera el miedo al mar y hasta que  me atreviera a dar un paseo en lancha en una tarde fría y con garúa? ¿Quién diría que mojando mis pies en las mismas aguas de antaño, vería ante mí el desperdicio de muchos años de mi vida? ¿Quién diría que allí y con una piedrita en tu pancita no deseara más que tu compañía?

Así, pequeña, ¿quién diría que chalaca sería la mujer más dulce, generosa y buena que el Señor me dio? Y, ¿quién diría que en La Punta encontraríamos nuestro "refugio" donde me reecontré y redescubí que es posible amar?



Te quiero, Chalaquita de corazón.
¡Feliz 28!

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