Mi familia es pequeñita, a los que llamaba tíos, en su mayoría no lo eran; y, los pocos que sí lo eran, pues lo eran a medias… ¡Fea cosa, pero cierta!
La hermana mayor de mi papá, mi tía Lola, era una mujer de porte señorial, delgada, bella todavía, muy fina y educada, de hablar pausada y siempre en diminutivo. Su casa, era un reflejo de su manera de ser; como decía mi madre, estaba hecha “un anís”; muy limpia y ordenada. Además, tenía la cantidad precisa de lámparas, adornos y muebles, siempre lo justo; esto obedecía, en cierta forma, una manera de ser de mi tía pues, aún cuando era una mujer con cierta holgura económica, su impronta era: Hay que tener lo necesario pero bueno. Una elegante minimalista era la tía… Recuerdo particularmente la cómoda de su comedor, un mueble de fina madera y muy elegante coronada por dos floreros de murano y, al medio, un fino reloj carrillón de mesa que cada hora regalaba una melodía, muy parecidas a las que por entonces se escuchaban en la fenecida Radio Reloj ("La hora y noticias, minuto a minuto, tic, tac, tic, tac..."). Este reloj tenía un encanto especial, ¡cuántas veces me sentí tentando a retroceder las agujas con el fin de escuchar nuevamente las tonadas! Pero, algo me detenía, y no era solo mi conciencia; ese ‘algo’ se llamaba Tomás, el perezoso y engreído angora de mi tía que dormía cerca de aparato al que nunca me permitió acercarme. Un gato guardián habías resultado ser, mi gordo y peludo Tomasito.
La tía Lola, tan refinada, estaba casada con su antítesis: El tío César, un hombre alegre, cunda, dicharachero, ex miembro de la Guardia Republicana, dueño de un vozarrón de camionero y lo peor, con verbo florido de antología… Al tío, yo no sabía si quererlo o no. En realidad, era un buen hombre después de todo, de esos que ser así, les sienta… Además, sé que quería mucho a mi madre y mi padre, que era mi filtro, lo aceptaba tal como era…
El tío vestía siempre impecable con termos y camisas, mandados a hacer a la medida. Aunque era audaz en los colores, esto también le iba bien pues hacía un buen contraste con su piel y además lo hacía lucir 'diferente', pues él era un "Villarán Betalleluz y no era como los otros". Otra cosa que distinguía al tío, era su auto: Un finísimo y ‘musculoso’ Buick, su adoración pintado 'ex profeso' de color oro viejo que hacía del vehículo “un carro de hombres y no de maricones”. El 'Buick' , al margen del color, era una belleza; tenía todos sus cromados, accesorios y aditamentos imaginables, ¡todos originales! Además contaba con asientos forrados en cuero y hasta tenía una radio que tocaba cartuchos musicales de 8 pistas. El tío César nunca escatimaba gastos cuando se trataba de su auto. Para él, era “su amante”, aunque en realidad, pudiera haber sido el hijo que nunca tuvo con mi tía. Quizás por eso, mantenerlo limpio, equipado y “sedita” era su obsesión…
En los días en que visitábamos a mi tía Lola, era ritual obligado, aparte de tener que ser olidos y reconocidos por Tomás, pasara por la ceremonia de reconocimiento del Buick. El tío siempre se las ingeniaba para mostrar algo nuevo, y de pasada para soltar ciertas expresiones a propósito del auto:“Mi carro es fino, así que si un cholo de eme… se lo quiere llevar no va a poder… ni arrancarlo va a poder… ja ja." Así empezaba otras de las rutinas de la visita: Las clásicas discusiones mías con el tío por sus frases racistas. Cómo no recordarlo diciendo a voz en cuello: “¿Por qué el ‘chino’ Velasco no mandó a fondear todos los serranos hijos de buena madre…'” o “¿Por qué los indios no se han quedado en su tierra y han venido a la capital para ensuciarla?” “Bala les metería a todos, car….” En realidad no entendía al tío, porque él, aun con su bigotito a lo Pedro Infante, era en realidad un Bolívar, ¡el verdadero!, aquel de rasgos finos y de piel color aceituna y de cabellos ensortijados; sin embargo yo, lleno del ímpetu de mis años mozos, cándido idealista, y queriendo ser ‘voz de los que no tienen voz’, me enfrascaba en largas e inútiles discusiones con él. Siempre perdía, pues mis argumentos eran torpes y además, porque solía perder la paciencia y renegaba. ¡No podía con sus risas, su sarcasmo y con la sarta de “ajos y cebollas” que soltaba!, menos aún, con las palmadas que a lo bruto me daba en la espalda mientras decía cosas que me enfurecían todavía más: “¡Bien buena gente eres…! ¡Un curita pareces, mier… ja ... ja! ¡Fanita, medio santito tu hijito, ah… ja ja ja ja….!
Lo que más me rebelaba eran las lisuras que soltaba el tío como si nada; en casa nunca las escuché y, si alguna vez, mi madre dijo una palabra poco altisonante, mi papá con una mirada, la reconvenía diciendo: “Eso te pasa, Fanny, y por estar ayudando y estando en la casa de gente ignorante… Esas cosas se pegan...” Por eso, es que aún ahora me cuesta soltar alguna, palabrota… y aún, a mis años, me choca también escucharlas… Hijo de mi padre soy pues, Narnette, vieja amiga.
Cerca del final del año 75 y a pesar del "toque de queda" impuesto por el nuevo régimen del gobierno militar, se organizó en casa en casa la fiesta de rigor por el cumpleaños de mi madre. Todo estaba preparado: En el garaje, las sillas ordenadas alrededor de la ‘pista de baile’, la sala limpia y dispuesta para los invitados y, en el jardín, dos mesas con fuentes llenas de comida criolla… Por mi parte, había colocado los parlantes estratégicamente y tenía el equipo de sonido preparado... Hasta había conectado de manera clandestina mi fiel grabadora Hitachi para hacer ‘mezclas’ con los discos de vinilo de la mis padres. Allí estaban los LP de La Sonora Matancera, los de Hugo Blanco, los de Freddy Roland, los de música mexicana, los criollos de "Los Morocuchos", "Los Bronces Criollos", de "La Peña del Dr. Peña" y, por último, el más reciente éxito tropical, un potpurrí de Rulli Rendo llamado “De Toque a toque” con su sugestiva carátula… En fin, todo estaba previsto y esperaba hacerla bien como DJ.
De pronto, sonó el timbre… “Anda, hijo. Abre.” –me pidió mi madre… “Tun, tun, tun” –empezaron a golpear el portón… “¿Por qué no esperaban? –Pensé y, ya me estaba empezando a molestar, cuando llegué a la puerta y la abrí…
Allí estaba el tío, con su terno impecable y su porte de galán de los 50’s, parado, con los brazos cruzados. Al costado, mi tía, sumisa, con una estola de piel en los hombros y al fondo, el majestuoso Buick… De pronto el tío, hizo un gesto con la cabeza, no me saludó, solo me sonrió y, con ojitos divertidos, dijo: “¿Aquí viven los cojudos de los Guzmán?”
Yo: “Sí, tío; pase…”
Hasta ahora te debes estar riendo en "el más allá". Porque a partir de ese día, gracias a ti, la historia fue y será “La anécdota” de nuestra modesta historia familiar.
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