Esta historia la he contado tantas veces que la escribo para no contarla más.
Elisa se llamaba, “mi amor, mi idolatría”, aquella que cada día, a la salida del cole, esperaba encontrar…
Por mucho tiempo, “la 58” era mi opción para ir al colegio. Su flota de color azul, compuesta por los primeros microbuses de carrocería ‘Moraveco’ que circularon por Lima, fueron los antepasados guerreros de las combis asesinas de hoy.
Durante años viajar en "la 58" era un verdadero suplicio. ¡Más cuando se llenaba!
Sacudones, gente apretada, olores y ruidos del traqueteo era lo que debía aguantar; pero no me quedaba otra opción.
Felizmente, casi a mitad de año mientras andaba en 4° de media, cruzando la Avenida Colonial, se estableció un paradero de dos líneas de ómnibus nuevas. La empresa tenía un nombre largo: “Transporte Lima Metropolitana - Empresa de Propiedad Social”.
Eran las líneas "20" y "61" formadas por modernos ómnibus ‘Thomas Bluebird’ pintados de azul y con techos blancos.
Aunque la 61 pasaba por la puerta del colegio, yo empecé a tonar la 20”. ¿La razón? ¡Un "ángel"!
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Lo supe ni bien la vi.
Era la chica de mis sueños: pecosa. con abundante cabello castaño, cejas bien dibujadas y ojitos pequeños que completaban su carita de niña buena. Para mí, era una especie de Laura Ingalls. pero más guapa.
Estudiábamos en colegios cercanos y, para poder verla, debía esforzarme para coincidir con ella en la "20”.
Recuerdo que cada día, ni bien tocaba el timbre de salida, caminaba lo más rápido que podía, cruzaba la Arica y la Bolivia para llegar a la avenida Venezuela a la hora que pasaba el bus de las 2:15. Solo así, si tenía suerte, la podía encontrar.
Solo el “mono” Percy, mi primer amigo, sabía lo que pasaba y me acompañaba, Aunque pensándolo bien, a él le convenía tomar ese bus pues lo dejaba más cerca de su casa en "Palomino".
Ni siquiera mi hermano mayor entendía por qué caminaba cuatro cuadras teniendo una línea de buses al frente del colegio. Tampoco me interesaba contarle.
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No sé si fue suerte o pura casualidad, pero por casi cinco meses, coincidimos dos o tres veces por semana. Lo único que hacía era verla y agradecer las veces en que sin querer nuestras miradas se encontraban.
Pronto, sentí una nueva "necesidad": ¡Hablarle!
En ese año no sucedió. Así, lo único que me quedó de ese tiempo fueron decenas de boletos de bus marcados con las fechas y unas señales (que solo yo conocía) de cuando ella me miraba.
De esta forma junté un buen paquete de boletos; el cual conservé hasta hace poco,
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Al terminar el año escolar, no me quedó sino extrañarla durante todas las vacaciones de verano y rogar a San Juan Bautista de La Salle y Santa Isabel de Hungría, la patrona de su colegio, que me permitiera encontrarla de nuevo.
Al año siguiente, para mi felicidad, la encontré otra vez. Estaba más linda, más castaña, pero más lejana que nunca.
Yo seguía mirándola como bobo. Ella no tanto ya.
Lo peor es que no me atrevía a cruzar palabra con ella. Ni siquiera porque ella bajaba solo un paradero antes que yo y aunque muchas veces nos quedábamos solos en el ómnibus.
¡La verdad es que yo no sabía cómo abordarla!
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Hacia la mitad del segundo año, las cosas habían cambiado. Sus amigas se paraban cerca de mi amigo y yo, diciendo cosas como: “Esos de La Salle, son unos sonsos, no dicen nada… ¿Verdad, ELISA? ¿No es cierto E-LI-SA…?”
¡Elisa! Recién me daba cuenta de que hasta entonces no sabía siquiera su nombre. Así que, desde aquel día, mi musa tuvo nombre…. Era ‘Elisa’, como la amada de Beethoven, pero una mucho mejor, era “mi Elisa”. El “ángel de la mañana”.
Las semanas pasaron y las chicas ya no se reían. Subían y todas, incluyendo Elisa, evitaban sentarse cerca de nosotros.
Entonces pensé: “Tonto, la estás perdiendo, ¡haz algo!"
En mi desesperación, ni se me ocurrió hablar con Percy. No sé por qué, decidí que lo mejor era preguntarle a mi madre.
Tardé semanas para animarme a contarle y pedirle consejo.
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Cierto día del mes de noviembre, vencí mi vergüenza e imaginando que, si no hacía algo, perdería a mi amada para siempre, conté mis cuitas a mi madre
“Ay, hijo, pero si es bien fácil, ¡Pregúntales la hora no más! ¡Así le hablas y ya está!”
“¡Gracias má!” - le respondí y sentí que por fin "había visto la luz al final del túnel". ¡Ya sabía qué hacer! ¡Estaba preparado!
“¡Gracias má!” - le respondí y sentí que por fin "había visto la luz al final del túnel". ¡Ya sabía qué hacer! ¡Estaba preparado!
-"Mañana será el día, ¡será mañana o nunca.!" - pensé,
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El momento de la verdad
Al día siguiente, a las dos y cinco en punto, ni bien tocó el timbre de salida, corrí como nunca para alcanzar “la 20”. Llegué acezando al paradero y felizmente apareció el bus. A los cinco minutos subieron Elisa y sus amigas.
Elisa me dio una mirada rápida y a pesar de que no era como antes, fue suficiente para darme fuerzas. ¡Le iba a hablar!
El “Mono” que había corrido detrás mío, ni bien llegó a su paradero, se bajó molesto y sin despedirse. La verdad es que, a pesar de que había estado sentado a mi lado todo el rato, no le hablé en absoluto. Como dicen, yo estaba “en otra”.
Poco a poco el bus se fue vaciando. Elisa, bien seriecita, seguía sentada hacia el medio del vehículo. Yo, por mi parte, en un acto de ingenua astucia, me había situado al final, cerca de la puerta trasera, por donde, como educada alumna “santaisabelina” que era, tendría que bajar después de tocar el timbre…
“Pedirle la hora… pedirle la hora... la hora… No te olvides, tranquilo… A ver… respira… la hora… ¡Ahora!”
Y fue así como Elisa, cual ninfa de los bosques, se levantó de su sitio y se acercó flotando por el pasadizo del vehículo.
“¡Qué bonita eres! ¡Cuánto me gustas! -pensaba- Olvida eso, idiota. -me decía- ¡Concéntrate… La hora… la hora… pregúntale la hora, pero… ¿¡Qué hora!?”
Resultó que Elisa, la bella, al levantar sus delgados y blanco brazos, uno hacia el timbre y el otro hacia el pasamano, sus muñecas me desbarataron y sellaron mi destino: Elisa, ¡no usaba reloj!
Así, nuevamente la vi… aunque en realidad nunca la conocí.
Termino esta entrada con un secreto:
Termino esta entrada con un secreto:
En mis discos de vinilo, después del último surco o al final de la grabación, donde los fabricantes solían poner un código; yo, premunido de una simple aguja, escribía a veces el nombre de la “culpable” de turno… Por allí, si es que no cumplen su idea de darlo todo al “reciclador”, encontrarán ese bendito 45’ de Juice Newton con dos palabras grabadas en letras pequeñitas: “A Elisa”.
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