sábado, 11 de diciembre de 2010

¡Bombolo! - Seconda parte

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A mediados de los 60’s, mi madre era una joven mujer casada, con dos hijos, la cual tenía que permanecer en casa hasta que mi padre volviese de trabajar. Las tardes pasaban apacibles pero iguales una tras otra: mientras ella hacía los quehaceres, mi hermano y yo jugábamos en el patio. Felizmente la rutina se rompía cuando nos llevaba de visita a la casa de los Minuta; era bonito  pues sentía que ellos nos acogían como si fuésemos “famigghia”: Podíamos sentarnos tranquilos a ver la televisión (que nosotros no teníamos), podíamos comer rico, y más que nada pasar el tiempo jugando con Giovanni y con Sara, los hijos menores que eran más o menos de nuestra edad.
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La casa de los Minuta una de esas casas antiguas, de techos altos, puertas alargadas, y ventanas con rejas de fierro repujado. La casa no solo era su hogar sino también su negocio. Al ingreso funcionaba un bazar que expendía hilos, botones que mi tía forraba con una máquina y muchos objetos de pasamanería; con el tiempo empezó a ofrecer regalos, como un juego de carpintería en madera (que hasta ahora recuerdo); el mismo que una vez me prometió, pero que nunca me regaló: “El negocio es primero, Fernanditu, ¿eccolo?”

También en la tienda ayudaba la tía Cciccina que era modista; allí recibía sus encargos de confección de vestidos, ropa para niños y también de simples arreglos. Ella nos hizo varios conjuntos de chalecos y pantaloncitos cortos con tirantes. Trabajaba mucho y hablaba poco, la recuerdo siempre calladita con una sonrisa en los labios y pedaleando en su máquina de coser “Singer”.

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Como nosotros éramos de confianza, conocíamos la casa entera, que recuerdo, era más larga que ancha: al entrar estaba la tienda con un mostrador de madera a la izquierda, donde estaban cientos de cajitas con botones, carretes y conos de hilos, cintas y mil chucherías; al fondo, una vitrina enorme donde al principio había unos muñecos con vestidos y luego dejaron espacio a cajas de juguetes… A continuación seguía un largo pasadizo que atravesaba varios metros y pasaba frente a las habitaciones. Finalmente se llegaba a un espacioso comedor que estaba al lado de la cocina; ese era el centro ‘vivo’ de la casa: Casi todo ocurría ahí, desde las largas conversaciones (casi a gritos) entre los tíos, pasando por los ratos de seriedad cuando tenían que llenar los "libros de cuentas"; hasta los ratos de ocio, cuando el bueno de Don Turi, fumando su pipa, tomaba unas copitas de “Marsala” o “Cinzano”, mientras leía el periódico de la colonia italiana. Pero de lo mejor siempre fueron los loches; eventos sencillos, pero memorables para mí. Hasta ahora recuerdo la voz de mi tía Teresa que, con su típico dejo italiano, nos llamaba. Era curioso que por esos años, lo italiano estaba de moda. Cómo olvidar las hermosas baladas cantadas de cantantes triunfadores del afamado "Festival de San Remo", como Rita Pavone, Gigliola Cinquetti, Doménico Modugno o Iva Zanicchi: "Prendi questa mano, zingara".
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Fuera que jugáramos en la tienda, en pasadizo o que estuviéramos viendo la tele, esa grandota en blanco y negro, que estaba en lo alto de la pared izquierda del comedor; antes de escuchar la voz de la tía, era el aroma del café recién pasado y el olor de las tostadas hechas con pan francés y untadas en mantequilla, las que nos anunciaba el lonche donde toda la familia nos reuníamos alrededor de la mesa para compartir.
Casi siempre, aparecían todos, hasta los hijos mayores, Nuncia y Nino que llegaban después de estudiar o trabajar. Ellos, al igual que los tíos, recibían enormes tazas de café humeante, pero claro, a nosotros que éramos pequeños, nos daban jarros de leche con ‘Ovaltine’ o ‘Toddy.’. Las tostadas sin embargo, no tenían "distingos"; felizmente, ¡eran para todos! No sé cómo pero las tostadas recién salidas del horno se sucedían en bandejas que la tía Cciccina colocaba en la mesa. ¡Nunca más el pan tostado era comido con tanto deleite!

Pero, en verdad, ¿qué de especial tenían aquellas tostadas? Aún hoy no lo podría explicar, pero en mi recuerdo nunca he comido iguales, era una deleite comerlas, tanto como ver y escuchar a todos esos, mis "tíos" italianos, hablando y gesticulando a más no poder, mientras compartían con nosotros su mesa.

Por eso, jamás habrá aroma más sabroso que el de las tostadas de la Tía Teresa mezclada con el olor de su café, ni habrá reunión más amable y más cercana a una familia grande como la que disfruté por esos años en ese trocito de Italia que estaba en casa de los Minuta.

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