-IV-
Tres días después, entregaban los exámenes corregidos, yo estaba ansioso pero seguro de mi buena performance. Entré al salón, me llamaron y, apenas tuve el papel en mis manos, miré la nota….
Tuve que salir del salón, de ese enorme al que le llamaban “el gallinero”. ¡No lo podía creer! Desolado, me senté en una banca… ¡Había sido asaltado!, ¡robado!, ¡estafado! Al rato, saliste tú y, lo reconozco, mi última esperanza era que tuvieras la misma nota que yo o quizás menos…
Salimos en silencio de la universidad, tomamos el ómnibus y sentí por primera vez envidia de alguien y lo peor, ¡es que era de ti!… Tú no lo notaste… ni siquiera cuando me dijiste con tu voz pausada y bajito: “Por si acaso, saqué 19…”
-V-
Esa misma noche te lo confesé; pero, para hacer la cosa “menos culposa", solo lo hice escribiendo en papel “santo”, o sea, en una de las hojas de una libreta de la OMP (“Las misiones”), esas que decían cosas como “Ser cristiano es pasar de recibir a dar”; ahí te explicaba y trataba de expiar mi pecado, mi cólera y mi frustración por haber estudiado como loco, para que al final, tú, sin tanto esfuerzo, sacaras 19 y yo, un triste 12...
Y, ¡maldición! “12” era el mismo número del “büssing” amarillo que tomabas para ir a tu casa… Por eso, querida SR… por eso, ese día no te besé cuando jalaste el cordón del timbre y sonó el ‘ting’ anunciando, al aún uniformado chofer de esos años, que ibas a bajar… Por eso, ese día no me despedí… pero tú, oriental al fin, con tu colita de caballo, cerquillo, polito, jean, medias blancas y zapatillas… tú, ni volteaste; bajaste normal no más…
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