Hoy 28, ¡Fiestas Patrias!
Para ti, que no te gusta usar la escarapela, que has marchado por la Sáenz Peña y Nicolás de Piérola haciendo evoluciones y has tendido que estar horas sin reír.
Para ti, Chalaquita te escribo.
Con el Callao he tenido una relación extraña. De muy chico recuerdo las veces que mi madre me llevaba a visitar a su padrino que vivía por la plaza Bolognesi, cerca de la antigua fábrica de cervezas "Pilsen". Eran visitas extrañas. De hecho, la relación de mi madre con su padrino lo era: él siempre reclamando que ella "tenía que ver por él", "que él era un Aurich", "que la había llevado a la pila, que había sido como un padre desde pequeña"; y ella, dándole el dinero que podía (intuyo ahora) a espaldas de mi padre.
También recuerdo cuando íbamos, con mi madre y mis hermano, en el auto del tío Juan, a la Plaza Grau; esa que queda cerca al embarcadero. Allí se comía en huariques o en algunas vivanderas que ofrecían desde filetes de pescado frito hasta lo más pobre: hueveras fritas o un plato lleno de pejerreyes arrebozados. Yo no comía, solo miraba, pues se me había quedado grabada la orden de mi pediatra, el doctor Montenegro, cuando tuve hepatitis; él, entre varias cosas, me prohibió el pescado. ¡De lo que me perdía!
Y también me perdía de mirar el mar pues solo lo hacía de de lejos. Mi pavor era grande y allí, cerca al muelle, estaba "mi demonio", demasiado cerca. Y es que la plaza Grau no era como el malecón de La Punta, donde no se veía mucho el agua; donde yo la pasaba bien, donde comía canutos de vainilla, mirando la casona Rospigliosi y correteando para hacer volar los avioncitos de tecnopor que mi papá me compraba.
En Grau el agua se podía ver de cerquita y yo temblaba de pies a cabeza cuando mi mamá nos acercaba. Era un miedo atávico el mío, pero miedo al fin. Temía al mar y peor fue cuando, en otra playa (Pucusana), mi tía Teresa, dizque para hacerme perder el miedo y a pesar de mis súplicas me llevó cargado lejos de la orilla y me sumergió diciéndome: ¡No sea miedoso, Fernandito! ¡Non abbiate, paura! ¡ragazzo mascalzone! (La frase con que el querido Juan Pablo II inició su pontificado, nunca fue tan terrible.)
-II-
-Vamos a la playa al Callao, tía. - dijo mi prima.
¿A qué playa? - preguntó mi madre
-Cerca, tía. - replicó Betty
-A Chicuito en La Punta, ¿lo puedo llevar? - preguntó.
-Ya, pues. Edgardo, acompaña a tu prima. - terminó por decir mi madre.
Por entonces era un muchacho de 10 u 11 años. En La Punta había pasado días buenos junto a mi hermano mayor cuando íbamos a la casa de uno de sus amigos. Peñailillo era su apellido y, aunque siempre peleábamos por lo de la "Guerra del Pacífico" y la imagen de Miguel Grau, (él era chileno), la pasábamos bien jugando en su casa en forma de barco ¡con ventanas del claraboya incluidas!
Al llegar a la playa lo que me gustó era que no había arena, solo unas piedras enormes (más grandes que hoy). Mi prima Bety, 8 años mayor, había sido la "hija" que mis padres engrieron cuando era enamorados y era por entonces una joven no mal parecida. Así lo comprobé cuando al recostarse sobre una toalla, las miradas iban hacia donde ella estaba y yo, me quedé medio turbado, pues nunca la había visto tan descubierta.
Recuerdo hasta ahora las miradas de muchos muchachos que sonreían como tontos. y otros que hacían mil cosas para llamar su atención: Unos se quitaban las camisas y salían corriendo a la playa y se zambullían esperando que ella los miraba, otros se paraban con su mejor pose, metiendo la panza; no faltaban los que pasaban y repasaban por la verdea cercana, queriendo hacer piruetas con sus bicicletas; todos se la quedaban mirando, esperando quizás que sus ojos se cruzaran. ¡Pobres ilusos! Lo que no sabían era que mi prima era súper cegatona y no veía más allá de un metro a la redonda.
Yo solo me hacía el loco y no perdía de vista las olas que rompían.
-Betty, ¿ya nos vamos?
-Ay, primito que apurado eres. Si estamos solo una hora.
-Es que me... estéé... no sea que el agua avance hasta aquí.
-No, pues, eso es más tarde.
-Es que... una vez... se salió... y yo... esteee...
-¿Qué? ¿No me digas que le tienes miedo al agua? Anda, métete, date un chapuzón.
-¿Yo? No, no tengo truza.
-Ah. Bueno, mejor,.. Mira, ¡alcánzame la bolsa!
-Ya, toma.
-Bueno, ahora sí, échame.
-¿Qué? ¿Que te eche?
-Sí, échame esto. Es bronceador, Yo no puedo.
-Ya, pon tu mano.
-Ay, primito, que zonzo eres. Yo no puedo echarme en la espalda
-¿Cómo? Sí... yo... esté...
Así fue que allí (en La Punta, en el Malecón Figueredo) perdí una partecita, una muy chiquita de mi inocencia: Allí, vestido con camisa manga larga, pantalón, zapatos y un espantoso sombrero de paja; allí, mientras le echaba bronceador a una chica de 19 años frente a los ojos libidinosos de decenas de muchachos; allí, rojo y sudando de pies a cabeza, sintiendo mil cosas raras y, lo peor, con mis manos pringosas, las que que finalmente tuve que lavar rapidito en el agua de la playa.
-III-
¿Quién diría que entre el malecón Grau y la playa Chicuito encontraría que podía caminar a tu lado? ¿Quién habría pensado que tú, pequeña Chalaquita, harías que perdiera el miedo al mar y hasta que me atreviera a dar un paseo en lancha en una tarde fría y con garúa? ¿Quién diría que mojando mis pies en las mismas aguas de antaño, vería ante mí el desperdicio de muchos años de mi vida? ¿Quién diría que allí y con una piedrita en tu pancita no deseara más que tu compañía?
Así, pequeña, ¿quién diría que chalaca sería la mujer más dulce, generosa y buena que el Señor me dio? Y, ¿quién diría que en La Punta encontraríamos nuestro "refugio" donde me reecontré y redescubí que es posible amar?
Así, pequeña, ¿quién diría que chalaca sería la mujer más dulce, generosa y buena que el Señor me dio? Y, ¿quién diría que en La Punta encontraríamos nuestro "refugio" donde me reecontré y redescubí que es posible amar?
¡Feliz 28!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.